Como podrá notar el amable lector por el título de este escrito, formo parte de ese cada vez más numeroso grupo de ciudadanos decepcionados y hartos de la simulación democrática en México.
No se necesita ser un genio, analista político o politólogo para darse cuenta de que la democracia mexicana es un mito… ¡qué va!, un cuento de hadas madrinas y hados padrinos que promueven la carrera política de unos cuantos personajes –muchos, indeseables– para convertir en negocio lo que debiera ser una vocación de servicio y el ejercicio del tan escaso sentido común.
El sueño democrático de nuestro país ha sido borrado por cada partido político grande o chico, viejo o emergente que, sin distinción de color o supuesta ideología, ha secuestrado la posibilidad de la representatividad ciudadana en cada uno de los distintos aspectos del poder. Democracia erradicada desde el momento en que los elementos encumbrados de los mismos partidos diseñaron la manera de funcionar y monopolizar el poder, así como las reglas y el negocio redondo de la simple conformación de un partido. Negocio sucio, desde su origen, al que es imposible pedirle decencia, por lo mismo.
En todos los partidos vemos corrupción y falta de ética ciudadana, tanto en sus prácticas como en muchos de los funcionarios que aportan. Corrupción que en muchas formas se presenta mediante sobornos, compra de candidaturas, padrinazgos, negocios turbios, omisión a la hora de impartir justicia, impunidad, aplicación de reglas de manera parcial y hasta crimen organizado.
Pero, eso sí, a mantenerlos a todos con las jugosas partidas presupuestales que reciben del erario. La simple lógica orilla a razonar que, si tantos adeptos y afiliados tienen, pues que sean ellos mismos quienes los financien. Y no me vengan con que el financiamiento público se impuso para regular e “igualar” las condiciones del juego político, dado que se puede hacer de igual manera con dinero público o privado (si se quiere) y, por otra parte, está demostrado, desde hace mucho, que estas medidas no han servido para mantener a estos negocios políticos dentro de la ética, la equidad y la legalidad. ¡Vaya paradoja!
Y por si esto no fuera poca cosa, llega la época electoral en la que no prospera el mejor programa de trabajo, la carrera política más decente o la razón. Gana el que compró más votos (o los cooptó), el que con sonsonetes monótonos o refritos adaptados de canciones comerciales (reciclando la retórica de siempre) y una buena despensa, láminas, cemento o un dinerito, ha convencido de ser la opción, porque “al menos da algo” en ese momento.
Gana el que, como en casos muy conocidos, ha logrado colocar en lugares y puestos clave a amigos y aliados que se alineen con el poder de su partido. Y, al final, nos llenamos de spots, carteles, espectaculares, macro retratos sonrientes que nos dicen que con ellos todo irá bien. Y se da el caso, cada vez más común, de eliminar al adversario más “peligroso” (porque representa una amenaza para ganar, no por otra cosa), por medio de campañas de descalificación y difamación. Al final, gane quien gane, perderemos todos.
Porque, seamos honestos, ¿de verdad nos ha ido bien? ¿Hemos reforzado nuestra economía interna? ¿Ha disminuido la deuda pública? ¿Estudiar garantiza un buen empleo? ¿Tenemos prácticas sociales y económicas sustentables? ¿Hay mayor participación social no solo en las elecciones sino en la vida cotidiana? ¿Nuestras políticas públicas y económicas benefician el desarrollo interno o favorecen la dependencia del capital extranjero? ¿Realmente protegemos y procuramos a nuestra población? ¿De verdad hemos avanzado en materia anticorrupción? ¿Es cierto que nos va a ir mejor con los mismos modelos y personas que nos han arrastrado a la situación actual? ¿Verdaderamente nos sentimos representados por aquellos que viven de nuestro voto?
Yo sé que México es un país enorme, diverso, muy complejo y con una población bastante grande y eso es lo que muchos economistas excusan como obstáculo para el mejoramiento de nuestro país y su población. Pues, no, señores. Todo sería muy diferente con un verdadero programa de desarrollo regional (que existen, pero no se aplican), con educación, honestidad, ética y honradez en el manejo de recursos, con un sistema de justicia que funcione parejo, sin fueros ni favoritismos; con una buena organización y coordinación regional, con prácticas económicas éticas y sustentables, sin tanta demagogia, populismo ni clientelismo; dejando atrás la hipocresía que hay en torno a la lucha contra las drogas y poniendo primero el bienestar de nuestra nación antes que el raudo enriquecimiento propio.
Suena simple y a la vez titánico, ¿verdad? Sobre todo si le agregamos la presión internacional para insertarnos en los modelos económicos globales, con el crimen organizado que cada vez más se infiltra en las esferas del poder y una élite política que no está dispuesta a renunciar a su paraíso material, prepotente y alucinante.
La verdad, tenemos mucho por hacer. El cómo, aún no lo sé. Sólo sé que por el momento los comicios que vienen no me entusiasman, que votaré por quien me parezca más decente y con un programa congruente, o bien, anularé mi voto. Al menos en lo que se nos enciende la lamparita en el coco y le encontramos solución a este laberinto en el que estamos.
Y mientras, también, apagaré gustosa la radio (la tele ni la veo) y voltearé a ver las hermosas jacarandas en flor y las araucarias cada que me encuentre con un espectacular o cartel de algún miembro de la hipócrita “realeza” política mexicana, sonriendo y abrazando a quienes más desprecian.