—No, amigo, acá a Veracruz de turismo viene puro chilango de segunda, y poblanos de tercera y tlaxcaltecas de cuarta… jodidos, para que me entienda. Llegan en sus coches desvencijados, llenan las playas populares y comen fritangas. Cuando mucho, gastan unos 300 pesos por personal al día y se alojan en los hoteles más baratos o en casas de campaña. Son el turismo jicamero que llega en todas las vacaciones —el individuo que habla –unos 40 años de edad, enguayaberado, choclo recién boleado, peinado tal vez con Glostora- se queja, resopla y continúa:
—Vea usted qué diferencia con los centros internacionales de turismo como Cancún, Los Cabos, Puerto Vallarta… —acota, envidia, lamenta el lugareño—. Ahí sí que da gusto ver los turistas que llegan llenos de dólares o de euros. Cada uno de ellos gasta en promedio diario unos 300, pero dólares, casi 5 mil pesos. Y viera qué hotelotes hay allá, con unos jardines que da gusto y albercas enormes. Eso sí, las playas no sirven mucho. En Cancún la arena parece talco, de lo fina que es, y se pega al cuerpo como Resistol. Qué trabajo cuesta quitarla cuando se baña uno. Y en el Pacífico las arenas parecen piedras, de lo gruesas que son. Pero no hay comparación con los pobres servicios turísticos que tenemos aquí en Veracruz… Si tuviéramos esas instalaciones, en verdad que nos iría mejor económicamente en cada vacación.
—Tiene usted razón y no —el otro interrumpe, propone, incita—. La tiene porque es cierto que la infraestructura hotelera para el turismo internacional es impresionante en aquellos lugares, y los servicios que ofrecen son casi siempre de primera (porque también tienen sus fallas). Pero no tiene razón porque la derrama económica no es más que un espejismo. Es cierto que ese turismo gasta mucho, pero la ganancia la reciben las grandes cadenas hoteleras, que están conformadas por capitales extranjeros. Los turistas gringos o europeos que vienen a esas playas mexicanas por lo general contratan el servicio de Todo incluido, lo que quiere decir que ya traen pagada la habitación, y los consumos en comidas y bebidas (¡y hasta las propinas!). Así que los lugareños reciben muy pocos beneficios y solamente son contratados con sueldos miserables para que trabajen como recamareras, meseros, cantineros, jardineros. Y es que las cadenas hoteleras traen de fuera hasta sus propios ejecutivos.
—No, pos ahí sí tiene usted razón… —acepta, reconoce, admite el quejoso inicial.
—¿Cuál derrama entonces, si se va para el extranjero? —exulta, se interroga, pregunta el exaltado ciudadano—. El turismo jicamero de Veracruz, como usted le llama, trae su poco dinero (que se vuelve mucho, porque son miles los que llegan) y lo gasta en los puestos callejeros, en las fondas y restaurantes de sitio, en propinas para meseros, sombrilleros, palaperos. Los beneficios se quedan en nuestro estado y llegan a la gente del pueblo.
—Es cierto que no tenemos grandes consorcios hoteleros, pero así ni los queremos —convienen, acuerdan, ajustan los dos interlocutores…
Y cuánta razón tienen.
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