No se puede hablar de Laura Rebolloso en prosa, hay que hacerlo en verso, y no en cualquier verso, hay que hacerlo en décima espinela pues es el lenguaje que eligió para entender y reconstruir el mundo.
Entre los muchos juegos de la décima hay uno que se llama cuarteta obligada, consiste en partir de una cuarteta dada y tomar cada uno de los versos como pie forzado para desarrollar una décima, a este desarrollo se le llama desglose. Haré una variante de ese juego, propondré una décima cada día y a partir de los versos, iré presentando la conversación. Otro de los juegos es el de las décimas enlazadas, que consiste en comenzar una décima con el último verso de la anterior, también estará presente.
Comencemos
DÉCIMA OBLIGADA
En el nido del sonido,
en el saber más profundo,
en los caminos del mundo
germinó un canto unido
que fue cobrando sentido,
se nutrió de tradición
y llegó hasta el corazón
del sentir comunitario.
En el ejercicio diario
Laura halló su vocación.
DESGLOSE
En el nido del sonido
Yo nací en Coyoacán y crecí en el centro de Tlalpan, en un barrio muy colorido con casas coloniales. Tuve muy buenos maestros de música y un papá que me dio seguridad.
Cuando era niña, la esposa de un expresidente pidió que hicieran una escuela que estuviera entre las mejores de Latinoamérica y se formó la Escuela Piloto de Iniciación para la Música y la Danza que financiaba, primero, Bellas Artes y luego el Departamento de Cultura del D.F.
Yo entré ahí, era una primaria musical vespertina, íbamos de tres a ocho. Tenía un plan de estudios muy completo, yo creo que por eso soy compositora aunque ya componía desde que estaba en el kinder, hacía canciones para las obras de teatro de la escuela.
Los maestros de esa escuela actualmente son excelentes músicos, en esa época tenían veintantos o treinta años, varios de ellos tocaban en la Filarmónica de la Ciudad de México.
No era una escuela aburrida porque trajeron a buenos educadores musicales como la argentina Violeta Hemsy de Gainza. El diseño curricular era muy pedagógico, muy lúdico, muy creativo, y además era gratuita.
Teníamos una educación integral; teníamos clases de solfeo, de conjuntos corales y, dos o tres veces a la semana, teníamos una clase de expresión corporal que daba una bailarina, la acompañaba un percusionista buenísimo, Pepe Navarro, que tocaba en los mejores grupos de México como la Banda Elástica, me acuerdo que sonaba muy bien. Todavía tengo en la memoria esos ritmos que tocaban ese percusionista.
Había maestros bien locos, uno de ellos que se llamaba Gerardo Carrillo apagaba las luces y decía:
-Toquen lo que quieran
-Qué miedo, ¿qué vamos a tocar?
-Lo que quieran
Yo estudiaba guitarra y ese maestro me ponía los estudios de Leo Brouwer; ese guitarrista y la síncopa me atraparon.
Otro de los maestros era Rosino Serrano, tecladista que también estuvo en la Banda Elástica, ahora es arreglista de Eugenia León. Él nos decía:
-Vamos a jugar a la pintura y que se pintaban todo el cuerpo de colores mientras se mueven.
Eran maestros fuera del patrón tradicional.
Además de Gerardo Carrillo también me daba clases un maestro que ahora tiene un proyecto de son, el grupo Tembembe, se llama Eloy Cruz, él me dio mi primera clase de guitarra.
Había también las materias de Organología, que es construcción de instrumentos, Sensibilización e Historia del Arte.
María Banda nos daba una clase muy buena de Estética, imagínate, para niños de 12 años.
Podías escoger un instrumento entre violín, cello, alientos y guitarra clásica.
Violeta, la educadora argentina que era la vanguardia en ese momento dijo:
-Hay que meter música mexicana, sería incongruente que en un programa así de completo los niños no crecieran, también, con la formación de la música mexicana.
(Eso debería haber en todas las universidades de México, en las facultades de música, en las escuelas de jazz y en todas las escuelas de música a nivel superior, para que los músicos tengan identidad).
en el saber más profundo
Nos pusieron un salón hermosísimo que tenía instrumentos de todas las regiones de México, además eran muy buenas piezas y sonaban muy bien. Había arpas, jaranas de todos los tamaños, un requinto jarocho, todavía recuerdo ese sonido pastoso, yo quería un requinto de esos, también había instrumentos de la música indígena; ravelitos y cardenales. Los instrumentos de la Huasteca también estaban ahí, la jarana huasteca, la huapanguera, la guitarra de golpe, la guitarra colorada.
Había varios niños que estudiaban violín, de esos que van a los concursos y los ganan, niños que a los nueve años ya tocaban el Segundo Movimiento en La Menor, de Vivaldi.
También había una Orquesta Sinfónica Infantil con niños que tocaban muy afinado y con muy buena técnica para la edad que tenían, pues se metían al Taller de Música Mexicana y tocaban los sones huastecos, los sones jarochos, los sones guerrerenses, michoacanos, jaliscienses. Ese taller lo coordinaba Gonzalo Camacho, que es como mi padre musical, con él aprendí que los sonidos de los instrumentos de México; la jarana y los demás instrumentos de cuerda, tienen una gran fuerza tímbrica.
Alguna vez hicimos un marimbol, que es un instrumento que se toca en el Caribe y que se tocó en Veracruz y después estuvo olvidado hasta que lo empezamos a retomar algunos grupos de son jarocho.
Como en esa escuela no había machismo, el maestro Gonzalo me dio a mí el requinto jarocho y empecé a tocar el Siquisirí. Yo tenía un disco del INAH donde están Arcadio Hidalgo, Antonio García de León y Rutilo Parroquín tocando un solo del Siquisirí. Me lo regalaron cuando tenía 11 años, fuimos a tocar a la ENAH (Escuela Nacional de Antropología e Historia) y nos regalaron discos de una colección muy buena de música mexicana que hizo el INAH, algunos fueron grabados por Raúl Hellmer; en la repartición a mí me tocó el de Sones de Veracruz, ya estaba como predestinada porque me atraparon los timbres, la rítmica, los armónicos, la potencia de los instrumentos.
Hacíamos conciertos de Navidad, de fin de año, para los eventos políticos y todo eso. Cuando recién entré a la escuela di un concierto de música mexicana con Gonzalo Camacho y el maestro que estaba de adjunto en ese taller, Enrique Barona, que hoy es uno de los músicos más respetados en la escena de la música mexicana, se la pasa tocando en todas partes del mundo con el ensamble Tembembe; él también fue muy buen maestro.
Un buen maestro, en primera, no tiene que ser sangrón porque si lo es, no consigue la amistad de los niños. Un maestro frustrado que nada más da clases y no toca jamás, que no tiene proyectos, no tiene swing, no tiene gusto por la vida y le quiere exigir a un niño cosas de adultos, pues ya no la hizo. Gracias a Dios tuve maestros como Gonzalo y Enrique.
Gonzalo Camacho nos ponía a repetir mil horas la guacamaya y eso hacía que entráramos en una meditación musical y que afincáramos el movimiento con las manos y sacáramos el sonido de la jarana. Esas bases me ayudaron mucho porque entrar a ese salón era una cosa mística.
Gonzalo tiene muy buen carácter, hasta la fecha tiene fama de ser muy buen maestro. Actualmente coordina la Maestría y el Doctorado en Etnomusicología en la Escuela Nacional de Música, tiene muy buenas publicaciones, ha escrito mucho sobre el Xantolo de la Huasteca, toca todos los instrumentos mexicanos, y el violín lo toca muy bien. Como es una persona feliz con la música, era suave con los niños y aprendimos muy orgánicamente, sin tanta presión.
en los caminos del mundo
Una vez hubo un viaje a Europa, yo no tenía tanto tiempo tocando pero Gonzalo me seleccionó.
Me dieron permiso mis papás y nos fuimos a Francia, a España y a Canadá a participar en festivales de música tradicional del mundo. El primer lugar al que fuimos fue un pueblito en el sur de Francia que es como Coatepec, había muy buen vino pero nosotros no tomábamos vino (risas) y nos quedábamos en casas de los niños de la comunidad; había niños de todo el mundo. Llegó una familia de africanos maravillosos, yo lo recuerdo todavía, es de esas cosas que te van marcando. Los hijos eran bailarines y percusionistas, el papá llevaba el tambor principal y la mamá era cantante, era una negra con un timbre de voz impresionante y en una lengua que sonaba muy bonito. Cuando llegaba el turno de ellos todo mundo se sentaba a gozar porque, imagínate, era puro ritmo y cuando tocaban una pieza lenta, la señora cantaba y subía mucho, era para alucinar.
También recuerdo a los de Portugal, que me encantaron, a los de Tailandia que llevaban una música hermosísima y bailaban precioso, a los chinos que eran impresionantes por disciplinados y hacían siempre unas actuaciones impecables, y a una orquesta cubana formada por niños de 10 a 12 años que tocaban la Guantanamera increíble, imagínate cómo sonaban en los años 80, cuando estaba en su esplendor la Revolución Cubana. Iban grupos de toda Latinoamérica y uno de Estados Unidos que tocaba country pero, la verdad, el folklore gringo no tenía tanto chiste (risas)
Todos los grupos llevaban música, canto y danza; algunos traían dos o tres adultos que les daban el soporte y hacían las cosas difíciles, pero Gonzalo nos dejó a nosotras solas. Escogió a puras niñas, no por feminista, sino por democrático porque resultó que las más avanzadas éramos cinco niñitas. Recuerdo mucho a una compañera que tocaba el violín, Nancy Cortés, que tenía 11 años y era impresionante, cualquier cosa difícil de los sones le sonaba muy bien.
germinó un canto unido
Después fuimos a otros festivales y ya entraron niños, entró el hijo de Gonzalo y otro niño que hacía el segundo violín, sonaba muy bien.
Estos Festivales de Música del Mundo marcaron mi infancia, fueron la mejor experiencia de mi vida porque, además, íbamos con la inocencia de la infancia, sin ninguna pretensión. Fuimos a muchísimos, en Canadá fuimos a uno que se llamó Festival por la Paz, ahí vi a un grupo de España que también me impresionó; bailaban sevillanas y llevaban una niña de 14 años que cantaba cante jondo y otras cosas.
En España fuimos a un asilo de ancianos, íbamos como 30 chamacos entre músicos, bailarines y todo, y un señor se emocionó tanto que no qué le dio, pero se lo tuvieron que llevar, yo creo que le movió muchas fibras ver a niños cantando, tocando y zapateando, y se puso mal.
Los programadores siempre ponían un grupo fuerte para cerrar; nosotros, además del grupo de música, llevábamos una compañía de danza también infantil que bailaba zapateados y siempre nos ponían a cerrar. México es color, fuerza rítmica, polirritmia y mestizaje entonces ,ahí, ser de México era ser del grupo fuerte y como Gonzalo nos daba mucha seguridad porque no era un maestro regañón ni amargado, pues tocábamos con todo, le metíamos fuerza, candela.
que fue cobrando sentido
Para ir esos viajes los países que nos invitaban pagaba una parte y nosotros teníamos que pagar otra pero nadie nos daba dinero, ningún político ni nadie, entonces se hacían conciertos para recaudar fondos y en esos conciertos también se involucraban los maestros de la escuela.
La casa de mi infancia la construyó un buen arquitecto, tenía doble altura y una acústica impresionante en una sala grandota que tenía un ventanal con vista a un pirul, ahí se hacían conciertos. Mi mamá siempre participaba, era la vocal, la presidenta de la Sociedad de Padres de Familia, la que vendía los antojitos; ella siempre le estaba y en esos conciertos que se hicieron en la casa se juntó dinero para comprarle instrumentos a varios niños que no tenían recursos porque, como te dije, era una escuela pública, había papás que ganaban el salario mínimo. Recuerdo que el papá de una niña manejaba un camión, entonces había que comprarle todo a esa niña, su boleto y todo.
se nutrió de tradición
Todo eso me fue formando musicalmente y también me fue fomentando el gusto por la música de la comunidad porque, además, Gonzalo nos llevaba a fiestas patronales y a pueblos; a Xochimilco, a las fiestas niño no sé qué. A veces era surrealista, como una vez que fuimos a Cacalomacán a cantarle las mañanitas a la Virgen a las cinco de la mañana y dormimos en un granero.
y llegó hasta el corazón/ del sentir comunitario.
Ahí aprendí a ver la música como servicio a la comunidad, era un pueblo de agricultores y le cantamos la Xochipitzáhuatl a la Virgen, imagínate, eso para un niño de 12 años es una conexión espiritual. Yo no me daba cuenta de que era una experiencia de aprendizaje, pero ahora digo gracias a Dios que no crecí en un cubículo creyendo que la música es hacer escalas a toda velocidad para ser famoso o para ganar el concurso de no sé qué o hacer música para nadie o para pasar un semestre.
En el ejercicio diario/ Laura halló su vocación.
Íbamos a todo, a bodas, bautizos; una vez, cuando ya era mixto el grupo, Jorge Saldaña (que en paz descanse) nos invitó una gira en la que abrimos nosotros con sones, luego entraron a cantar Jorge y otros cantantes de boleros con un pianista, y cerró Tito Guízar que tenía 90 años. Eso fue en un centro nocturno de Cuernavaca; pinches chamaquitas tocando ahí, entre puros borrachos (risas).
Esa vez la gente enloqueció de emoción con Tito Guízar; él terminó arrodillado en el escenario y la gente le lanzaba rosas, todavía recuerdo ese concierto.
Otra vez Jorge nos invitó a alternar con Celso Duarte, el papá, que tocaba música paraguaya con su esposa y sus hijos. Eso fue en el canal 13 cuando era público.
También recuerdo que de niña me llevaron a un concierto de Amparo Ochoa con el grupo Zazhil , me marcó para toda la vida, salimos y compramos el disco.
(CONTINUARÁ)