La Copa del Mundo 2014 es un ejemplo que en estos momentos nos resulta omnipresente en los medios. Mucho antes de que el balón comenzara a emocionar al mundo entero, Brasil se había tenido que enfrentar al estallido social que ha provocado —y seguirá provocando durante dos años más— el exceso del protagonismo político en perjuicio de la cosa pública. Simultáneamente, la ineficiencia y, dolorosamente, tener que ver la corrupción como un mal endémico de nuestra región.
Sería risible negarle a las masas esa catarsis necesaria, que la euforia colectiva provoca cuando la competencia se eleva a la categoría de espectáculo bien logrado; sea un concurso de canciones, cuerpos bellos de mujeres jóvenes o aficionados a la danza o las habilidades manuales, el espectáculo de ver competir a los demás para nuestro regocijo libera las tensiones internas que el individuo guarda. Pan y circo, escribió Juvenal en una de sus sátiras.
El problema viene cuando se rompe la proporción generalmente en perjuicio del pan. Demasiado circo no puede aplacar los gruñidos del estómago vacío. Eso, y no otra cosa, es lo que están diciendo las manifestaciones cada vez más aplacadas y desvanecidas de las favelas brasileñas. No se trata solamente de que este campeonato mundial sea el más caro de la historia: su costo en reales se potencializa en un país de injusticia social tan extrema. Simultáneamente, el gasto faraónico que la señora Rousseffheredó del populista Lula y ejerció con entusiasmo no tiene ni siquiera la piel de oveja de la promoción del deporte: a precios altísimos, se han construido o remodelado estadios donde no hay equipo de futbol. Elefantes blancos, pues.
Lo que sigue en Veracruz son los Centroamericanos, bautizados con certeza por la picardía jarocha como “Los juegos del hambre” en alusión al film que lleva ese título y al contenido del mismo.