Por Raudel Ávila
Todos los días salta en la conversación pública mexicana la necesidad y exigencia de nuevas formaciones políticas. Es difícil, cuando no imposible, refutar ese reclamo. El desprestigio de los partidos tradicionales es tal, que no puede uno sino admitir que ahí no se ve la respuesta para los problemas políticos de la actualidad. Digo más: es preciso reconocer y aplaudir el esfuerzo cívico de ciudadanos preocupados por la situación, que no renuncian a luchar y tratar de organizar el descontento en aras de articular una oposición. Si admirar y aplaudir le resulta excesivo, convendrá conmigo en que cuando menos merecen nuestro respeto aquellos que se sienten interpelados por la coyuntura para asumir una responsabilidad civil tan compleja como la de ser oposición contra un régimen de partido hegemónico.
Ahora bien, todo lo anterior no me ciega para advertir que se trata de los mismos individuos que no tuvieron un desempeño político exitoso durante la campaña presidencial de 2024. Esto, en principio, no es ni debería ser una descalificación. Muchos, por no decir que casi todos, son los actores públicos quienes, a lo largo de la historia, inician su carrera con derrotas y en el camino aprenden, crecen y triunfan. Lamentablemente lo que observo es a la misma gente desde hace siete años con el mismo discurso antiobradorista, que no postula nada nuevo en el sentido más amplio del término. Acaso los veo peor en ese sentido, cada vez más radicalizados, estridentes y, hasta cierto punto, ridículos en algunas de sus declaraciones (en su momento uno de estos liderazgos opositores llegó al extremo verdaderamente patético de exigirle al gobierno que respetara la Constitución, pero simultáneamente llamó a impedir la toma de posesión de Claudia Sheinbaum).
Las elecciones de 2018 y 2024 debieron demostrar que, en opinión de decenas de millones de ciudadanos, el obradorismo no es descalificable por sí mismo y que la ruta para derrotarlo no pasa por su mera condena. Ni en 2018, ni en 2021 ni en 2024 funcionó ese discurso ni esa retórica incendiaria del apocalipsis que viene. La gente no siente o no le importa la muerte del régimen de la transición. Por las razones que sean y que pueden dar para otro artículo o varios, gran parte de la población simpatiza con los planteamientos generales del obradorismo. Ha resultado electoralmente suicida la mera postura obstruccionista o, peor, restauracionista. Tampoco la presentación masiva de estadísticas del fracaso de las políticas públicas oficialistas ha funcionado para revertir el favor popular hacia Morena. Mi amigo Ángel Jaramillo –invitado habitual a Disidencia– tuvo razón en que hacía falta un discurso y propuesta novedosa para interesar a la población, pues a nadie le interesó defender la mediocridad institucional, social y la inseguridad pública rampante de la transición mexicana. Esto probablemente incluye la necesidad de caras nuevas. No tengo empacho en admitir que, personalmente, ignoro la ruta de salida para este dilema.
Por un lado, hacen falta caras nuevas, pero no se puede postular gente sin experiencia política, que es lo que ha hecho la oposición con resultados desastrosos. Del otro lado, la gente con experiencia está desgastada en muchos sentidos y tampoco es que haya sido especialmente competitiva en años recientes. Catch-22 dirían los gringos. La respuesta en el largo plazo es muy evidente, pero no disponemos del lujo del largo plazo. Hace falta invertir en la formación de cuadros jóvenes, una cosa que la oposición debió empezar a hacer desde la derrota de 2018, pero nunca lo hizo y ni siquiera ha empezado. Y es que, en el fondo, desprecian la política. Creen nuestros opositores que un liderazgo social se improvisa, pero la política es una actividad profesional de tiempo completo, para gente que ha desarrollado el oficio. Tampoco existe un diagnóstico claro de lo que quiere el electorado mexicano por parte de la oposición, nunca se hizo ese esfuerzo de encuestas y grupos de enfoque.
En particular se ignoran las inquietudes de los jóvenes que son los votantes del futuro, a fin de plantear estrategias de mediano plazo. Yo no soy de los que idealizan la juventud en la política, pero sí sé que un proyecto político incapaz de contemplar las aspiraciones del votante juvenil está condenado al fracaso, como ha evidenciado la oposición en estos años. Llámese Unidos, Frente Cívico o cualquiera de todos esos colectivos, no hay a la cabeza de ellos ni como voceros visibles un solo joven, todos son clasemedieros o millonarios de cincuenta años para arriba. Y esa es otra: salvo el excepcional caso de Xóchitl Gálvez, la mayoría opositora viene de grupos sociales favorecidos, lo cual evidencia su incapacidad de apelar a segmentos en todas las clases sociales. Obsérvese en cambio, con objetividad y frialdad, el desfile de nombres jóvenes entre Morena y sus aliados. Sus diputados, senadores, secretarios, subsecretarios, dirigentes partidistas incluyen una pléyade de jóvenes de distintos estratos socioeconómicos que para bien o para mal logran representar segmentos variables. Sus resultados de gobierno no son buenos, pero los electorales ciertamente sí.
“Lamentablemente lo que observo es a la misma gente desde hace siete años con el mismo discurso antiobradorista, que no postula nada nuevo en el sentido más amplio del término.”
Todo lo anterior sería remontable si la oposición dispusiera de buenos organizadores de estructuras. Cosa que como ha quedado de manifiesto, tampoco tiene. Todos esos activistas de ocasión de los colectivos son buenos para marchar un domingo, pero no para organizar redes de vecinos, colegas y conciudadanos de operación permanente para la atención de las necesidades de sus colonias. La política es, por definición, una actividad colectiva, y los liberales, al dar primacía al individuo, no tienen idea de cómo integrar amplias redes de acción y movilización por causas en común. Y ahí está el otro gran problema. La oposición ha tomado causas que tampoco han resultado de atractivo popular. La defensa del Poder Judicial o los organismos autónomos no ha sido suficiente para que millones de individuos se identifiquen con las preocupaciones de la oposición institucional. Uno se pregunta por qué la oposición nunca ha organizado marchas de protesta por la falta de agua en, digamos Iztapalapa, o las constantes inundaciones y falta de recursos para atención de catástrofes en Guerrero o cualquier otro lugar del país. Cuestiones sociales que afectan directamente la vida cotidiana de millones.
Juan J. Linz, el politólogo especializado en el estudio de sistemas autoritarios, escribió que la mejor manera de debilitarlos es mediante las movilizaciones constantes con causas populares, preferentemente de corte local. Así le sucedió al PRI. Recordemos el movimiento navista en San Luis Potosí, la protesta contra el fraude electoral en Chihuahua en 1986 o el alzamiento zapatista en 1994. Causas locales que trascendieron la coyuntura regional y saltaron a la política nacional. Nada de eso tiene la oposición mexicana contemporánea, ni la de los partidos tradicionales ni la de quienes aspiran a formar organismos nuevos. Sin liderazgos de arraigo local y causas genuinamente populares no avanzará ningún esfuerzo opositor. Con el agravante de que el voto opositor se pulverizará en 2027 entre PRI, PAN, MC y si bien nos va, un solo partido opositor nuevo, porque si hay más de uno, el resultado será aún peor. Me mantengo pesimista.
Tomado del medio independiente disidencia.mx
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