Hasta el noveno mes de 1975 no tenía ni idea de quién era Miguel López Azuara y él tampoco sabía de mi existencia. Pero tras el fallecimiento de mi padre me fui al DF a pedirle una oportunidad de trabajo. Recuerdo que llegué a la terminal de Buenavista una fría madrugada de septiembre solo y asustado, con la bendición de mi madre, una maleta pequeña y 50 pesos en la bolsa.

Tardé dos días en verlo hasta que me recibió en su oficina, una especie de tapanco pequeño pero acogedor junto a la dirección de Excélsior que compartía con Miguel Ángel Granados Chapa. Entre ambos coordinaban la página editorial más prestigiada de México y América Latina.

Cuando le dije que era hijo del Neno me contestó que ya tenía trabajo.

“Algún día te platicaré porqué estoy agradecido con tu papá”, me dijo mientras lo seguía al piso de abajo donde estaba la Caja General y donde me presentó con el jefe del departamento Alfredo Mejía.

“Mira Alfred, este es el muchacho que va a reemplazar al chico que se fue. Es mi paisano, lo conozco desde niño y respondo por su honestidad”, le dijo a don Alfredo.

Desde ese momento le tuve una enorme gratitud a don Miguel.

Un año después salió de Excélsior con Julio Scherer y la plana mayor del diario (expulsados por Luis Echeverría y el traidor Regino Díaz Redondo) a fundar el semanario Proceso donde siguió brillando como periodista.

Hasta la fecha, no he conocido a nadie con la rapidez de don Miguel para teclear en una máquina de escribir. Y a muy pocos (contadísimos), con su extraordinaria agilidad mental.

Era un compendio de historias y anécdotas. Su mente retenía hechos ocurridos decenas de años atrás que platicaba con la precisión y el colorido de una crónica o un gran reportaje.

Perteneció a una generación de periodistas que se abrieron paso esgrimiendo su pluma en medio de obstáculos y amenazas para dar a conocer atropellos, vejaciones y abusos gubernamentales en una época en que hacerlo era temerario.

Junto con Julio Scherer, Vicente Leñero, Miguel Ángel Granados Chapa y Carlos Marín (sólo por citar algunos), Miguel López Azuara fue de los artífices de la libertad de expresión de la que hoy gozamos quienes ejercemos este oficio.

Como reportero siempre salió a buscar la nota con la tenacidad de un sabueso; jamás la esperó sentado en un café.

Como periodista fue un maestro en toda la extensión de la palabra; maestro en su oficio y maestro de las generaciones que tuvimos el privilegio de aprender de él. Su trabajo (entrevistas con personajes que hicieron época, reportajes, crónicas, editoriales, artículos y columnas) no sólo está en las hemerotecas; está grabado en la historia.

Siempre agradeceré sus consejos sobre todo cuando empecé en este oficio. “Nunca, jamás te atengas al boletín. Busca información por tu cuenta: investiga, desentraña, desmenuza, eso será tu plus sobre lo que publiquen los demás. Es decir, procura marcar la diferencia. Si te encargan dos notas lleva tres, si te piden tres lleva cuatro y procura que todas sean importantes. Los buenos reporteros van en la primera plana, los chambones jamás pasan de las páginas interiores”.

Como persona, lector, don Miguel López Azuara se coció aparte. Fue un hombre generoso; amigo solidario, comprometido y leal a quien vi como a un padre.

De aquel septiembre de 1975 a la fecha han corrido 47 años de agua por el río. Cuando crucé por vez primera la puerta de Excélsior jamás imaginé que conocería a un ser humano de excepción del que mucho aprendí y al que nunca terminaré de agradecer.

Por eso y más me duele su partida y porque sé que lo extrañaré.

Gracias por todo querido maestro y admiradísimo amigo. Gracias por tanto… Hasta siempre, don Miguel.

bernardogup@nullhotmail.com