En esa noche los aplausos invadieron el café; Louis Armstrong se escuchaba engalanando la velada con su trompeta en tanto, a su son, las sirenas bailaban tomándose unas a otras de la cintura, navegando en las burbujas de Saturno ahogadas en el amor por Oswaldo, por su Oswaldo tan no perteneciente a ellas pues pertenecía a Teté, fantasma que de seguro también danzaba con el cascabel de hilo rojo sonando en su delicado tobillo, pero nadie la veía, era sólo la añoranza de que fuera su fantasma o su alma aún en la Tierra, tan viva como antes cuando las pulseras se balanceaban a su ritmo de caderas hipnotizando a las personas en el parque mientras Oswaldo tocaba la guitarra, cual gitanos sin patria siendo libres en la calle, en las calles mismas en las que él la recordaba incluso entre sus errores y el sexo vacío en cuerpos como esqueletos de ese amor que yacía enterrado bajo una cruz. ¿Dónde estaba la felicidad de aquella noche en sus ojos negros? Ojos vacíos de ella, ciegos de su cara que se desvanecía entre cada intento por recordarla, por saber si el lunar iba en uno o en el otro lado, era la dificultad del tiempo y el terror que le invadía al darse cuenta de que, algún día, despertaría sin recordar su risa. Pero se confirmaba mirándolos a ellos, sus protegidos como los niños perdidos creciendo en sus sueños, dándose cuenta de que podían hacer todo lo que quisieran, y eso Luna lo estaba descubriendo.

La magia se fue difuminado al mismo tiempo que la gente, las luces rojas dejaron de serlo abriendo paso a la luz amarilla, y Armstrong calló.

—¿Cuánto juntamos? —Preguntó Oswaldo tras Laura, quien seguía contando las monedas.

—A ojo de buen cubero, unos ochocientos.

Y todos aplaudieron sin poderlo creer.

—Bien —prosiguió Oswaldo llevando las manos a la cadera—, vamos a dividirlo entre todos. Manu, hiciste un buen trabajo, y tú, Vale… ¡Uff! Luna, Lunita mía… ¡Todos! Y yo no sé qué quieren, pero yo quiero vino y celebrar.

—¿Vino? No creo que nos alcance. —Refutó Valeriano sonriendo con ironía.

—Pues uno barato, de los de cincuenta pesos o de plano un Corazón.

Todos se sintieron entusiasmados fuera vino corriente o cualquier otra bebida barata, no importaba, estaban felices después de tantos meses, tantas cosas tantos cambios para al fin haber presentado un show que había carecido de pies y de cabeza saliendo, por suerte, mejor que si lo hubieran planeado, y eso lo sabían, estaban seguros de que, a excepción de Oswaldo, a sus cortas edades era esa noche su mayor triunfo, pero el triunfo lo era no por la actuación o por las luces o por la música, sino porque era de todos.

Recogieron la utilería y sus chamarras saliendo ya cuando el café, al igual que las calles, estaba vacío. El sereno de la madrugada, tan de ellos, daba un sentimiento de alivio como si fueran eternas esas noches, como si jamás fueran a cambiar los días, como si Luna no fuera a crecer y Laura siempre estuviera tomando su codo para atravesar la calle o como si Manuel nunca fuera a irse entre palabras y traiciones, como si siempre fuera a estar siendo su gurú; como si Oswaldo fuera inmortal igual que las sirenas y que la magia y que las lunas de octubre que estarían próximas a llegar.

El lugar más cercano para beber en paz a las dos de la mañana era el mirador o el bar de los poetas, al cual nunca habían ido, decidiendo que esa noche sería el debut. Y es que el bar de los poetas era mucho más decadente que La negra, ahí se sabía que se agarraban a golpes muy seguido y se rumoraba que servían una bebida de miel con aguardiente que costaba cinco pesos y que al décimo caballito caían inconscientes o casi congestionados, además, en la entrada se ponían las ficheras de aquellos rumbos, apestosas a cigarro corriente y a colonia de pachuli. Agarrando valor entraron sin que las sonrisas se les pudieran borrar; con la mirada eligieron una mesa y, llegando a ella, el corazón de Luna se paralizó y sus manos de helaron cuando al fondo del bar una prostituta yacía sentada en las piernas inválidas de Marco, quien estaba casi inconsciente por el alcohol. Tanto tiempo, tantos meses y tantas horas que le había tomado enterrar su tan fugaz recuerdo como para tenerlo que hallar en esas condiciones deprimentes en tan emocionante día era injusto. El aliento se le había esfumado y sus piernas no respondían como si fuera alguna película cliché de terror. No quería mirarlo así, no quería recordar esa escena para toda su vida porque dolía, le dolía el pecho y se preguntaba si iba a infartarse porque era un dolor real, y sin embargo ese dolor ya no le pertenecía porque su Marco no era eso, sino la idealización estúpida que se había creado del hombre misterioso y empoderado de las letras, pero eso…

No lo pensó mucho, quizá sólo pasaron dos segundos cuando salió corriendo del bar dejando a todos desconcertados, hasta que Oswaldo, rabioso, lo miró.

—Es por el paralítico ése.

Manuel se llevó las manos a la cabeza haciendo los ojos para atrás a mentadas de madre, y Valeriano estaba en la indecisión de si ir o no tras Luna.

—Ya es muy tarde, ¿a dónde va a ir? No hay camiones para su casa.

Oswaldo lo meditó un momento hasta caer en cuenta de que era verdad yendo tras ella lo más rápido que pudo antes de perderla de vista y logrando alcanzarla en el semáforo.

—Ven, ven. Ya, tranquila, shh, shh. No pasa nada, aquí estoy.

Sus manos le acurrucaban acariciándole el pelo y dándole la sensación de que ella era un perro indefenso, y era incómodo, pero debía estar para ella.

—Regresa. Nos iremos de ahí a otro lugar. ¡Al mirador!, si quieres. Pero vámonos juntos, Lunita. Ya pasó el tiempo, ya no es el mismo instante en qué sentías algo por él, eso ya murió, ya no sientes por él lo que tú crees sentir ahora, es sólo una ilusión. Vamos, vamos por los demás y por un vino, ése era el plan inicial, corazón.

 

 

(CONTINUARÁ)

 

 

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