La decisión del Presidente López Obrador de exhibirse jugando un partido de béisbol, bromista y relajado, mientras la noticia del asesinato de dos sacerdotes jesuitas en una iglesia de la comunidad de Cerocahui, en Chihuahua, daba la vuelta al mundo, no es más que una evocación de la escena que narra a Nerón tocando la lira mientras Roma se consume en llamas.

“Al intentar dar los santos óleos a un hombre que acababa de ser baleado, un religioso recibió disparos del mismo atacante; el segundo cura llegó al lugar y fue muerto a tiros. Un tercer sacerdote no pudo impedir que se llevaran los cuerpos”. El relato es estremecedor. Es la crónica de un país bañado en sangre a causa de la violencia y la impunidad.

“Hay tantos asesinatos en México. Estoy cerca, en afecto y oración, de la comunidad católica afectada por esta tragedia», dijo el Santo Padre, el Papa Francisco, en respuesta a la tragedia vivida por los religiosos y un guía de turistas local. Tal vez el Papa no lo sepa con certeza, pero tiene razón. En México han sido asesinados más de 124 mil personas en lo que va del gobierno de Morena.

Sin embargo, el Presidente se asume libre de pecado. Cada masacre, cada muerte, incluida la de los religiosos jesuitas, no es responsabilidad de su gobierno ni de su estrategia de seguridad, sino de una herencia del pasado.

No puede ser su responsabilidad cuando su deseo sólo ha sido la de abrazos y no balazos, cuando sólo ha ordenado que, a los delincuentes se les trate como seres humanos, que se respete su dignidad y sus derechos humanos. Que no es necesario ser llevados ante la justicia, sin importar el dolor de las víctimas y sus familias.

Pero resulta que los religiosos jesuitas, quienes decidieron ir a dar consuelo y ayuda a la Sierra Tarahumara, una de las regiones más pobres y violentas del país, daban abrazos y murieron a balazos.

Con los homicidios de los sacerdotes Javier Campos y Joaquín Mora suman siete los religiosos asesinados en lo que va del presente sexenio, de acuerdo con cifras del Centro Católico Multimedial, lo que provocó que, por primera vez, la Iglesia tuviera un posicionamiento firme y abierto sobre la situación de inseguridad que se vive en México.

En una histórica misiva dirigida a su grey y al pueblo de México, los obispos elaboraron una descarnada y fatídica radiografía de lo que hoy pasa en México. Un diagnóstico que por desgracia no es nuevo, sino que representa la crónica diaria del Estado fallido que hoy nos gobierna.

Rescato algunas de las frases más contundentes: “El crimen se ha extendido por todas partes trastocando la vida cotidiana de toda la sociedad, afectando las actividades productivas en las ciudades y en el campo, ejerciendo presión con extorsiones hacia quienes trabajan honestamente en los mercados, en las escuelas, en las pequeñas, medianas y grandes empresas.”

“Se han adueñado de las calles, de las colonias y de pueblos enteros, además de caminos, carreteras y autopistas y, lo más grave, han llegado a manifestarse con niveles de crueldad inhumana en ejecuciones y masacres que han hecho de nuestro país uno de los lugares más inseguros y violentos del mundo.” No se trata, pues, de una violencia focalizada en algunas regiones, como asegura el Presidente, sino de una verdadera gangrena social.

Tras los homicidios, la Iglesia Católica ha pedido al Gobierno federal revisar la estrategia de seguridad y convocar a un diálogo nacional para emprender acciones inteligentes e integrales para conseguir la paz. “Creemos que no es útil negar la realidad y tampoco culpar a tiempos pasados de lo que nos toca resolver ahora. Escucharnos no hace débil a nadie, al contrario, nos fortalece como Nación”. La respuesta del Presidente fue la misma: vamos por el camino correcto.

¿Acaso el Presidente los acusará también de haber guardado antes un silencio cómplice a favor de sus adversarios? ¿Sus simpatizantes, muchos de las cuales profesan la fe católica, también preguntarán indignados que dónde se encontraba la Iglesia en los años previos a su gobierno?

La paz que proponen los obispos no será posible mientras los ciudadanos de buena voluntad pongan los abrazos y la delincuencia los balazos, ante la cómplice mirada del Presidente.

La puntita

El acoso y la burla que hoy sufre el hijo menor del Presidente tiene una explicación, pero jamás una justificación. Hoy su familia debe enfrentar las consecuencias de una sociedad cargada de odio que López Obrador ha promovido y alentado. El hijo ha resultado la víctima y el padre el victimario. ¡Vaya paradoja!

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