Luna llegó al café en aquella tarde escuchándolos hablar de política, pese a no ser habidos en el tema. Manuel daba su punto de vista sobre el presidente en turno diciendo algo como “todo es mente. Yo no creo en dogmas, creo en el poder de la supra conciencia, si es que la hay, pero, mira, mira, Oswaldo… shhh, shhh, déjame hablar, escucha: hay muchas mentes, ¿sí?, pero cada una es un arma, por ejemplo, una mente insana puede ser capaz de dañar a otras, mientras que una mente débil puede ser manipulable para bien y para mal; una mente fuerte puede manipular a otra, para bien o para mal, eso depende de hacia dónde dirijas a tu mente. El poder no debería existir en gente poderosa, debería, más bien, ser manejado por gente sabia”. Ella tomó asiento tratando de no interrumpirlos, no obstante, Oswaldo ya estaba preparado para acorralarla.
—Señorita castidad que huele a sexo, hum, interesante hipocresía. ¿Nos vas a contar? —Y sorbió de su café.
Luna hizo los ojos hacia atrás desaprobando esa manera de ser en él, y sabía que no dejaría de molestarla hasta que confesara, como si de un confesionario religioso se tratara.
—¿Sabes?… y bueno, debes saberlo muy bien y mejor que yo, hay veces que necesitas cerrar un capítulo de tu vida con desespero, y eso sería muy fácil si hubiera tenido un final, pero no cuando se ha cortado de tajo, cuando se ha cercenado y no sabes cuál hubiera sido el preciso final, es como una de esas películas de los pendejos finales abiertos de los que ya estoy hasta la madre. Y también, hay veces en las que piensas que la sangre, el cuerpo y la carne son lo mismo, mas son independientes, aunque eso lo comprendes hasta que el cuerpo lo necesita pero la sangre no hierve, ¿entiendes eso? E imagino que sí, lo imagino porque todos hemos tenido a veces la sangre ardiendo y la carne muerta o la piel quemando y la sangre fría.
Oswaldo quitó la media sonrisa de su cara entendiendo perfecto, pues la sangre y la carne ardían aún por Teté, pero el cuerpo tenía hambre, frío, la necesidad de una cama tibia en las noches que habían sido otoñales, y para ello había estado María, él lo aceptaba con vergüenza dentro de su ser, en el silencio acongojado.
—Tienes el jodido derecho de hacer a tu carne arder mientras tu sangre hierve por otra persona que es ausente. —Dijo con firmeza Manuel en tanto golpeaba con su puño la mesa.
—Gracias, no me sentía con tal derecho. Supongo que todos se acostumbran a esta mediocridad, pero no quiero hablarlo. Si huelo a lo que huelo, me disculpo.
Arrimó la silla todavía más hacia la mesa para leer la carta sin alzar la mirada hacia ellos, quienes la veían con todos sus colores decolorándose como un charco de óleos en el piso, y nadie podía trapear salvo Luna.
—No hueles a nada, Lunita, es la gana de joder de este cabrón.
—Gracias, Vale, pero poco me importa.
Algunas veces sentía lo absurdo que era estar siendo fuego por un hombre con el que ocasionalmente había platicado, era como ese tipo de incoherencias que hacen los adolescentes enamorados de la niña que sólo ven de salón a salón pensando que es el amor de su vida. Por ello quería pertenecer a alguien más, a un tipo tangible que estaba al alcance con tan sólo estirar la mano; aun si su olor le repudiaba, aun si su tacto le incomodaba, él era menos terrible que sufrirle a un fantasma a quien ni con incienso podía alejar, ni con exorcismo ni con crucifijos.
Mucho pensaba si Marco se acordaría de vez en cuando, si él pensaría en ella o en los breves minutos que habían pasado juntos, si tendría el libro, la carta, la memoria, el fantasma de ella. Pero qué difícil es quererse implantar un recuerdo como el de verlo encontrando el libro de Rinaldi mientras caminaba un domingo soleado después de haber regresado de una rodada en moto.
Y así los días se fueron de café en café preparando el colectivo, de la escuela a la cama de Carlos, de las noches pensando en Marco a los días prestándole atención a las insípidas palabras, en tanto, unos ojos negros se la pasaban mirándola, mirando el vestigio de colores tras su espalda, mirando cada gesto, cada ademán, cada encuentro con su amante en los pasillos de una facultad tan llena de caras iguales y cigarros. Pero eso no lo sabía Luna, ella sólo vivía sumergida en la incertidumbre de hasta cuándo los días dejarían de ser monótonos como antes, como apenas hacía un año. Se preguntaba cuándo la magia había desaparecido tanto dándole paso a lo mundano, a lo más terrenal lejos de la Vía Láctea, tan lejos de las sirenas que con perfil bajo la veían esperando que a que errara, no mucho, sólo que errara un poco más para que, de esas heridas que se abrirían, brotaran flores.