Por Aquiles Córdova Morán
La bandera política con la cual el capitalismo mundial combatió al sistema socialista que nació a raíz de la Primera Guerra Mundial, fue sin duda la de la democracia, manejada como la mejor alternativa, como la mejor opción que podía oponerse a lo que se calificó siempre como una feroz dictadura burocrática, encarnada en los partidos comunistas que gobernaban en los países del llamado “bloque soviético”.
Los políticos y los ideólogos más conspicuos del “mundo libre” repitieron siempre, una y otra vez, que el socialismo no sólo era económicamente inviable, sino, además, un sistema inhumano que conculcaba las libertades y los derechos básicos del hombre, convirtiéndolo en una cosa, en un autómata, en simple pieza de una maquinaria brutal que lo esclavizaba y lo obligaba a ponerse al servicio de una supuesta causa superior, que ni entendía ni estaba pensada, en esencia, para beneficiar sus intereses materiales y espirituales, sino a los de sus dominadores y manipuladores.
En contrapartida, por implicación o expresamente, se ponía a las economías basadas en la explotación del trabajo asalariado y en el libre juego de las leyes del mercado, como modelos no sólo de eficiencia económica, sino también de humanismo, de libertad y de tolerancia; como profundamente respetuosas de valores tan elementales y básicos como la libertad religiosa, la libertad de pensamiento, la libertad de expresión y de información, el derecho de libre asociación y organización, el derecho al trabajo, a la salud, a la educación y a la alimentación y, como telón de fondo de todo esto, del respeto irrestricto a la soberanía e independencia de las naciones y, consecuentemente, de su derecho a elegir libremente el tipo de gobierno más acorde con los intereses y la idiosincrasia de sus ciudadanos. En una palabra: se nos decía que el triunfo del capitalismo y la derrota del totalitarismo de corte soviético, traería a la humanidad una era de paz, de progreso y de desarrollo económico jamás vistos hasta entonces, aparejados con el respeto incondicional a todos los derechos y libertades básicos de los hombres y de las naciones.
Hoy estamos en plena era postsoviética, pero en vez de la dignificación espiritual y del progreso material de la humanidad que se nos había prometido, lo que vemos por todos lados es más pobreza, más ignorancia, más desempleo y más insalubridad para las grandes masas de trabajadores y de desposeídos en general; lo que ocurre ante nuestros ojos es una monstruosa concentración de la riqueza planetaria en las manos de unos cuantos potentados que se pueden contar con los dedos, mientras que la miseria en todos sentidos se extiende de modo incontenible, como una mancha de aceite, como un cáncer devorador, abarcando cada día a millones y millones de seres humanos que no encuentran empleo, o ganan un sueldo miserable que no les permite ni siquiera sobrevivir con dignidad.
Y vemos también cómo, para mantener y perpetuar este estado de cosas, se atropella y persigue todo aquello que antes se decía defender; cómo la protección de los tan llevados y traídos derechos humanos se han convertido en un arma en manos de los poderosos y de los privilegiados para hostilizar y combatir a sus enemigos políticos, en un recurso para mantener amenazados y quietos a líderes populares, a organizaciones sociales y a países enteros, bajo la amenaza de acusarlos y castigarlos como violadores de tales derechos, cuando la verdad es que éstos importan un verdadero cacahuate cuando de salvaguardar los intereses de los potentados se trata.
Y lo peor de todo, por si algo hiciera falta, estriba en que ha desaparecido, de facto, la soberanía y la independencia de las naciones; en que éstas ya no pueden elegir su forma de gobierno ni la política económica a aplicar de sus fronteras hacia adentro, simple y sencillamente porque los países ricos, los llamados países capitalistas de punta, no permiten ya ningún tipo de ensayo de esta naturaleza que ponga en riesgo su prosperidad económica y su hegemonía absoluta sobre las naciones débiles en el terreno político. Desde la derrota del socialismo, en el mundo ya no hay más que de una sopa: o se es un país “democrático” o se atiene uno a las sanciones correspondientes, mismas que, como a todo mundo le consta, no excluyen la agresión militar y el arrasamiento total, como lo atestiguan el caso de la antigua Yugoslavia y el martirizado Afganistán.
Así pues, la humanidad entera está viviendo una paradoja. La derrota de la dictadura comunista y el triunfo de “la libertad” nos están conduciendo, rápidamente, a un nuevo tipo de dictadura: la dictadura de los países económica y militarmente poderosos sobre los países débiles. El mundo unipolar, el mundo dominado por una sola potencia, se está evidenciando como un mundo esclavo de dicha potencia, en el cual sólo se respeta y cumple la voluntad de esta última. La dictadura planetaria busca implantar por la fuerza (por eso es una dictadura) la “democracia” en los demás países, con lo cual queda evidenciado, además, que la democracia no está siempre, necesariamente, al servicio de las mayorías, sino que puede transformarse, perfectamente, en un mecanismo simulador, encubridor de una política de exacción, de explotación y de sometimiento de los débiles (ciudadanos y países) en beneficio de quienes detentan el poder económico y militar.
Nunca la preponderancia de un solo actor, de una sola fuerza, ha sido fuente de igualdad, de justicia y de paz. El poder omnímodo, incompartido, tiende necesariamente a la arbitrariedad, al abuso, a la parcialidad y a la pérdida del más elemental sentido del equilibrio. Por eso vemos cómo Estados Unidos protege y justifica aun los actos más crueles y violatorios del derecho internacional cometidos por Israel en contra de los palestinos; por eso vimos con terror la invasión a Irak, a pesar de que los investigadores de la ONU no encontraron un solo vestigio de armas de destrucción masiva en ese país; por eso vemos cómo los fuertes se arrogan el derecho al monopolio de la energía nuclear, mientras niegan ese mismo derecho a los países débiles, tal como ocurrió en el caso de Corea del Norte. Todos estos horrores y abusos, lo reconozcamos o no, habrían sido impensables en la época en que el socialismo hacía contrapeso a la voluntad hoy incontrastada del imperialismo.
La pobreza, la ignorancia, la enfermedad y la injusticia seguirán campando por sus respetos en el planeta entero, mientras esté viva la paradoja de un gigante todopoderoso que intenta imponer la democracia por la fuerza a las demás naciones, impidiéndoles seguir su propio camino, es decir, la paradoja de una democracia formalista a nivel nacional y una dictadura auténtica a escala planetaria. Ningún predicador de buenos deseos, ningún discurso humanista y conciliador, y mucho menos un simple cambio de fechas en el calendario, podrán cambiar esta lacerante realidad.
Por eso cada año es trágico para los pobres tal como lo han sido los anteriores; duro y cruel para los desamparados y lleno de peligros y amenazas para la paz mundial. Sólo hay una alternativa para escapar de este círculo de hierro: volver a crear una teoría y una práctica revolucionarias para las grandes masas empobrecidas que, depuradas de los vicios y errores de las anteriores, sean una verdadera opción en la lucha por la liberación de la humanidad. Liberar a esta, en suma, exige acabar de raíz con la nefasta unipolaridad actual; crear otros focos de poder y de atracción para las mayorías; derrotar a la dictadura mundial que, hoy por hoy, nos tiene en sus garras, sin que se vislumbre ninguna esperanza fácil de pronta redención.