El bosque rojo se diluyó como acuarela impactando en sus ojos la luz crepuscular de la luna en la ventana. Dilucidó si había soñado o no, mas en su olfato prevalecía el aroma fresco de la niebla y, al inclinarse de la cama para levantarse, miró tierra enrojecida en sus pies entendiendo que aquello había sido un encuentro real. Qué terrible se sentía al haber vivido lo que Oswaldo tanto anhelaba, peor todavía era no poderle contar nada, ni una palabra. Sacudió los pies con las manos quitando de ellos un pedacito de hoja carmesí que, posteriormente, conservaría para toda su vida en la cajita donde echaba su dinero, se levantó yendo hacia la ventana para admirar la luna llena mientras las sirenas se columpiaban en las estrellas.
—¿Te sientes más tranquila? —Preguntaron.
—No sé en cuál aspecto. Esto es una mierda, las relaciones afectivas ¿deben ser así? Todo pareciera tan irrelevante, tan pequeño y endeble que en cualquier momento siento que podría romperse y desaparecer.
—No entendiste bien.
Las sirenas hablaban al unísono con voces celestiales casi cantando.
—No entendí, tal vez. Pero una parte mía, aquí, se me arraiga a creer que siempre hay algo más que esta humanidad superficial, algo más hacia dentro. Me niego a la banalidad del conformismo.
—No puedes rechazar lo que eres.
—Puedo vivir en este mundo sin pertenecer a él.
— ¿Y crees que porque tú no pertenezcas a éste, las personas no podrán lastimarte, mentirte, serte deshonestas?
—¿Por qué no se van? —Y con un brusco movimiento cerró las cortinas.
Entendiendo, con mucho miedo que el ser distinta no le garantizaría nunca que las personas fueran recíprocas, permaneció en un hondo insomnio lleno de oscuridad en el que sentía una no pertenencia pensando mucho en el hombre de la frazada roja.
Parte 2
En toda la madrugada no había podido cerrar ni un ojo amaneciendo irritada sin ganas de salir, pero era necesario pues se acercaba la fecha para presentar la obra en el café, aunque, el sólo hecho de pensar en llegar encontrándose con María al asedio de Oswaldo le causaba náuseas, no obstante, ponerse de estatua le esperanzaba creyendo que podría volver a verlo, volver a ver al hombre en silla de ruedas.
Con pesar despojó las cobijas echándolas al suelo, medio desenmarañó su cabello cuando olió el café recién hecho por su mamá y a los huevos preparados por su nana. Sería un buen desayuno por lo que quiso sacudirse su malestar nocturno yendo hacia la cocina, donde toda su familia ya estaba sentada a la mesa y, en su lugar, el café servido. Qué ricas eran esas mañanas de ensueño en el que el café no se enfriaba; su mamá, dándole los buenos días, era una constante bendición, claro que Luna no tenía la necesidad de salir a ser estatua ni de estar en un bar, sin embargo, eso la llenaba, la coloraba de azul.
—¿Hoy saldrás? —Preguntó su mamá a la par que tomaba un pan del cesto en la mesa.
—Sí, ya casi estrenamos mi obra, eso me tiene contenta. ¿Irán a vernos?
—Si no es muy noche, sí. ¿Ya pagaste tu inscripción?
Luna negó con la cabeza sorbiendo el café. Las clases estaban próximas sin el ánimo necesario para volver a pasar sus horas entre pasillos estrechos llenos de desconocidos con quienes poco interactuaba, con personas fingiendo sus tonos de voz para sonar interesantes; “arrogantes de mierda”. En definitiva, su semestre pasado había sido casi un desastre por lo que pensar en volver le quitaba hasta el hambre.
—Bueno, pues te inscribes hoy, por favor. —Dijo su mamá en ese tono determinante del que nadie podía escapar.
Su escape hacia el centro luego del desayuno había sido más plácido que el estar pensando en la escuela: las calles no tan llenas, el clima no tan frío ni caluroso, la vida no tan mala como su noche. Antes de ir al café decidió llegar sola al parque por si encontraba de nuevo al tipo solitario, y justo estaba en su silla encarnada con su frazada roja en las piernas, leyendo, como siempre.
—¿Alguna vez lavas esa cobija?
Cerró súbitamente su libro haciendo una mueca.
—Eres maleducada, ¿eh?
—No, me llamo Luna, ¿y tú?
—Marco… ¿puedes hacerte a un lado? No me dejas ver a mi enfermera.
—¿Quieres encelarme? No te sale, te falta… firmeza.
Él, no pudiendo evitarlo, se rio. Dejando a un lado el libro le postró entera atención alzando la vista hacia ella.
—Luna, ¿por qué trabajas aquí? ¿Sabías que es riesgoso para ti estar horas aquí sola como la vez del pendejo aquel y de los policías?
—Nunca estoy sola, siempre tengo quien me cuide, aunque tus ojos terrenales no puedan verlo.
—¡Ah!, ¿cristiana?
—No hablo de eso sino de mis amigos.
—Pero ellos no estuvieron cuando el tipo quiso robarte.
—No, pero estuviste tú.
—Sí, yo. Este inútil paralítico. Muy bien, veo que sí tienes quien te cuide.
—¿Por qué no caminas?
—Porque no quiero. ¿Qué clase de preguntas son las que haces? No camino porque no puedo.
—¿Por qué no puedes?
—Porque de adolescente me partí en pedazos la cadera en una moto.
—¿Y tu familia? ¿Por qué sólo te cuida una enfermera?
—Porque soy un jodido vividor que tiene fetiches por ellas. Nunca tuve familia, mi mamá, quien quiera que haya sido esa señora, me dejó a mi suerte en el internado de La barranca, el que está lleno de monjas hipócritas que me levantaban a las cinco de la mañana teniendo sólo seis años para beber café negro con un pedazo de pan duro.
—¿Nunca te adoptaron?
—Nunca me dejé ser cazado por personas que tienen carencias afectivas. No porque yo las tuviera significaría que estaría ahí para llenar los vacíos de otros. Siempre he sabido ser un hijo de puta, entonces, a los dieciocho, ¡fuga!
—¿Por eso eres tan apático?
—¡¿Apático?! —rio— Qué curioso, no sabía que lo era.
—Bueno, pues lo eres. ¿Cuándo me invitarás a salir?
—¿Estás loca? No quiero que me acusen de pederasta.
—Tengo veinte.
—¿Tienes de verdad esa edad? Me flipas.