Toda mi vida creí que el refrán que dice “No hay mal que dure cien años” era la pura neta, entre otras cosas porque no he sabido de nadie que aguante tanto tiempo con una dolencia. Pero no es así. Como casi todo en esta vida los refranes, dichos, apotegmas, adagios, máximas o aforismos también tienen sus excepciones.

El mal que ya dura un siglo lector, nació el 17 de enero de 1922 en Guadalajara (y no en el DF como se ha dicho y escrito). Sus padres fueron Rodolfo y Catalina; estudió la primaria en la escuela “Nancy Lee” de Ciudad Victoria, Tamaulipas; su segunda enseñanza la recibió en la Secundaria Número 3 del DF donde también estudio la prepa en el Colegio Francés. En 1940 ingresó a la Escuela de Jurisprudencia de la UNAM.

En 1945 se casó con una agraciada joven perteneciente a una de las familias más ricas y de más abolengo de Jalisco con la que tuvo ocho hijos. Y en ese mismo año obtuvo su título de licenciado en derecho por la UNAM.

A los 24 años, en marzo de 1946, se afilió al Partido Revolucionario Institucional donde ocupó puestos de poca monta pues a lo más que llegó fue a Oficial Mayor. Pero en diciembre de 1958 su suerte dio un vuelco al ser nombrado Subsecretario de Gobernación.

Y ahí, en esa Subsecretaría, comenzó a incubarse el huevo de la serpiente.

Como Subsecretario, Luis Echeverría Álvarez se distinguió por su lealtad al Secretario de Gobernación Gustavo Díaz Ordaz, a quien sirvió discreta y eficientemente al grado que el poblano, receloso por naturaleza, le prodigó una confianza ilimitada que se extendió cuando llegó a la presidencia de la República y lo nombró Secretario de Gobernación.

Su prueba de fuego la tuvo en 1968 cuando convenció a Díaz Ordaz que el movimiento estudiantil que traía de cabeza al gobierno, era auspiciado por el comunismo internacional que quería apoderarse del país y echar por tierra los Juegos Olímpicos. Y tan lo convenció, que con esa creencia se fue a la tumba don Gustavo.

Fue en ese entonces cuando Díaz Ordaz supo que su fiel escudero (que después lo traicionaría) lo sucedería en el cargo.

De que como presidente Díaz Ordaz tuvo responsabilidad directa en la matanza del 2 de octubre eso no se discute. Pero si hubo alguien que tuvo una participación protagónica en esa masacre, en la del 10 de junio de 1971 (cuando ya era presidente) y en la llamada Guerra Sucia, ese fue Luis Echeverría.

Hay tipos que nunca en su vida jalaron de un gatillo, pero son responsables de grandes crímenes como desapariciones, torturas y muertes de cientos de personas además de enlutar a cientos de hogares. Echeverría es de ellos.

Como presidente fue un chivo en cristalería cuyas reformas de tinte populista dieron al traste con el campo mexicano y con el crecimiento económico. Al final de su mandato los grandes capitales habían volado mientras que la inflación y devaluación sin precedentes eran dos realidades insoslayables que literal, dejaron al país en ruinas.

Mentiroso como él solo, negó su responsabilidad en las matanzas y le echó toda la culpa a su antecesor al que le pegó hasta por debajo de la lengua.

Protagónico, locuaz y megalómano de principio al fin de su mandato, creyó que pasaría a la historia como el mejor presidente de México. Y basado en esa premisa buscó con ansias mal disimuladas el Premio Nobel de la Paz y la presidencia de la ONU. Pero ni el uno ni la otra.

Como expresidente recibió el desprecio de gran parte de la sociedad, que con el paso del tiempo fue trasmutando por indiferencia y olvido.

Cuarenta y cinco años después de que entregó la banda presidencial a su sucesor, muchos no saben si aún vive o ya murió y las nuevas generaciones no tienen ni idea de quién es o quién fue.

Con el alzheimer encima, Luis Echeverría vive arrumbado por sus hijos, nietos y bisnietos en una habitación de su casona en San Jerónimo. Quizá lo que más debe dolerle en sus escasos momentos de lucidez, es saberse arrumbado en el olvido por el pueblo que gobernó y arrumbado por la historia, él que soñó estar a la altura de Juárez.

Hoy cumple cien años de existencia en un país a cuyos hijos les hizo la vida imposible y la muerte posible. Un país que aún no se recupera del desastre económico en que lo dejó. Pero un país que no lo odia, sino que simplemente no quiere saber de él… un mal que ha durado cien años.

Feliz cumpleaños, don Luis.

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