Quiero pensar que hubo un tiempo en la historia de la sociedad humana en que era algo evidente por sí mismo que la actividad económica no tenía, ni podía tener otro propósito, que el de producir los artículos y servicios necesarios para la satisfacción de las necesidades de todos, absolutamente de todos sus miembros, a quienes se reconocía un derecho igual al acceso al bienestar físico y espiritual.
Sin embargo, por absurdo que pueda parecer, con el correr del tiempo y como consecuencia de los cambios que fueron ocurriendo en el modo de producir y distribuir la riqueza social, hemos llegado a una situación en la que muchos piensan, aunque no lo digan o lo digan de modo poco claro, que esto no es así, que el verdadero propósito del trabajo productivo de la sociedad es el de garantizar la existencia y prosperidad de los grandes corporativos, de las gigantescas empresas mundiales y sus propietarios respectivos, y que el resto de la humanidad, al mismo tiempo que ponerse incondicionalmente al servicio de esos monstruos con tentáculos en todo el planeta, debe conformarse con lo indispensable para no morirse de hambre y para poder seguir trabajando sin descanso.
Los partidarios de este punto de vista, que no necesariamente son sólo los dueños de la riqueza mundial sino gente a su servicio, como pueden ser «especialistas», publicistas, columnistas, editorialistas, politólogos, etc., etc., no vacilan en acusar a quienes se atreven a insistir en la necesidad de que la economía vuelva a estar al servicio del hombre, en la necesidad de que el éxito o el fracaso de un modelo económico no se mida sólo por la estabilidad de las variables macroeconómicas y por el crecimiento de las exportaciones, sino, sobre todo y ante todo, por la elevación del nivel de vida de la población en general, no vacilan en acusarlos, digo, de demagogos, agitadores sociales, divisionistas y últimamente, epíteto que se ha puesto de moda, de «populistas» irresponsables que nos quieren llevar al caos y a las crisis recurrentes.
Personajes no sólo con poder de opinión, sino incluso con gran poder político, se atreven a responsabilizar al «populismo» del atraso de los llamados países en desarrollo y se lanzan a defender, con todo, al modelo económico que podríamos llamar proempresarial a ultranza, asegurando que, de seguir por este camino, tarde o temprano, de un modo espontáneo, natural, sin necesidad de poner en práctica políticas expresamente destinadas a ello, la prosperidad de los grandes corporativos drenará hacia los estratos más bajos de la sociedad y se generalizará, por esa vía, el bienestar que todo mundo dice ambicionar y perseguir.
Pero, quienes así razonan, se olvidan, por causas que no es difícil adivinar, que su modelo consentido es el que se viene aplicando, cuando menos desde hace ya casi 40 años, en los países subdesarrollados, manteniendo quietos y pacíficos a sus pueblos con la promesa de que el ansiado progreso no tardará en llegar. Y sin embargo, es un hecho que pocos se atreven a negar, que los resultados de esta política, medidos de modo riguroso y con cifras al canto, están muy lejos de parecerse a la realidad prometida; que la pobreza, el desempleo, la ignorancia, la insalubridad y la falta de servicios en general, lejos de remitir se han incrementado en ese período, haciendo más honda, y por tanto más antagónica, la división entre ricos y pobres en esos países.
De esto se deduce, cuando menos para quien intente razonar con una lógica sana y desprejuiciada, que el verdadero enemigo del liberalismo económico a ultranza no es el «populismo», como afirman sus defensores más obvios y menos escrupulosos, sino, justa y precisamente, los magros resultados (si es que hay algunos) que el mismo ha arrojado no en teoría, sino en el terreno de la dura y terca realidad?
A mí, lo confieso con toda honestidad, nunca me ha quedado claro qué es el populismo o a qué le llaman «populismo» los partidarios de dejarlo todo en manos del interés privado. Lo que sí sé es que es un hecho histórico bien comprobado que una economía excesivamente estatizada, sin control del gasto público, desdeñosa de las variables macroeconómicas, en perpetua guerra con la inversión privada por los espacios económicos, partidaria del despilfarro y del endeudamiento, es ciertamente una economía profundamente ineficaz y que daña principalmente a los que menos tienen. Y pienso, quizás optimistamente, que incluso los llamados populistas están en contra de retornar a este modelo fracasado. Pero si esto es cierto, más cierto es todavía que no podemos seguir montados en una economía cuyo crecimiento y prosperidad beneficien sólo a unos cuantos privilegiados, mientras la mayoría se debate en la penuria y los sufrimientos de todo tipo.
Lo que México requiere, a mi modo de ver, está perfectamente claro y no se justifica, por eso, tanto rollo y tanta alharaca en torno a la cuestión: hay que levantar una economía de mercado, sí, pero ordenada, responsable, sin deudas ni crisis, que dé su lugar a la empresa privada pero también al Estado como promotor de la justicia social, que sea eficiente, es decir, que crezca y que genere riqueza, mucha riqueza a precios competitivos, para nosotros y para el mundo con el que comerciamos. Pero junto a todo esto, es indispensable que también se proponga, y lo lleve a cabo con mano firme y sin claudicaciones, un reparto más equitativo de la renta nacional, como lo está demandando a gritos la precaria situación de nuestras grandes masas de marginados e indigentes. Hoy más que nunca, urge hacer efectivo el viejo lema de Martí: a trabajar todos para el bien de todos.