Ese día, Diego había despertado con un terrible dolor de cabeza que le atormentaba por cada parpadeo. Nunca en su vida recordaba un dolor similar, ese era distinto pues además de insoportable recorría parte del cuello y podía jurar que lo sentía hasta en la garganta.

Debía solucionarlo pronto, pensaba, ya que su turno laboral de los lunes era el más largo y pesado porque no faltaba el imprudente al volante o alguno con sobredosis, sea cual fuere el caso, los lunes le resultaban muy incómodos, difíciles y desolados, encima de eso era el único día en el que tenía como compañera a Samanta, su ex esposa.

El divorcio estaba muy reciente, si acaso unos dos meses o menos, no llevaba bien la cuenta, y compartir turno con la mujer a la que aún amaba era tormentoso, incluso debía soportar escucharla con su I love you, I love you, I love you anyhow. And I don’t care If you don’t want me, I’m yours right now y luego el tarareo restante que era la misma canción que cantaba cuando le preparaba el desayuno. Eso, sumado a que, a la salida, el imbécil de Humberto llegaba por ella, teniendo que soportar la patética escena de besos ensalivados y de la mano del idiota aquel rosando las nalgas de Samanta.

Los lunes parecían ser un suicidio, pero Diego tenía ética, no había faltado ni una sola vez a trabajar desde hacía tres años, ni siquiera cuando encontró a Samanta con Humberto. Sin embargo, ese lunes podía ser el primero ya que el dolor era constante, e imaginar a la voz de Samanta le causaba repulsión pensando que con ello terminaría por reventarle la cabeza.

Luego de dos pastillas y mucha agua al creer que podría estar deshidratado por la borrachera de la noche anterior, decidió partir a trabajar teniendo la fe de que en el camino el dolor debía disminuir, no obstante, continuaba latente y parecía que todo su cuello iba a tronar.

Llegando al trabajo se pasó derecho no queriendo saludar a nadie, y era fortuito, según pensaba, que todos lo hubieran ignorado, incluso Samanta, quien por lo general lo saludaba justo antes de ponerse a cantar, pero esa vez no fue así. Ella yacía postrada en una silla, pálida y al parecer llorando. «¡Qué bueno!, seguro la dejó» se dijo a sí mismo pasándola de largo.

El dolor era ya insoportable para cuando entró a la sala, en ese instante rememoró su noche creyendo que quizá alguien le había puesto algo en su bebida. Recordó cuando entró en el bar y se saludó con Jaime y Ramón, sus colegas del anfiteatro, también a la mesera que coqueteaba con insistencia, mas estaba seguro de que ella no le había echado nada a su vaso. En esa noche, sus compañeros le habían insistido en salir porque le creían todavía muy deprimido, lo veían siempre cabizbajo tragando grueso cada lunes, entonces, la juerga del bar de la calle principal no podía faltarles, era el lugar más concurrido y el único que tenía barra libre para los hombres. Quizá de no haberla tenido, Diego no se hubiera emborrachado tanto ni hubiera vomitado en los pies de la mesera, tampoco se hubiera peleado con Jaime ni se hubiera ido casi a rastras, mucho menos hubiera intentado manejar. Pero el recuerdo de Diego se detenía ahí asombrándose al pensar cómo carajo había podido llegar a casa.

Sea lo que fuera lo que le provocaba esa migraña espantosa debía ir perdiendo efecto en el transcurso del día.

Ya en la sala miró que en la plancha estaba un cuerpo y junto de él lo que parecía ser una extremidad cubierta por la sábana, «trabajo duro», pensó. Lo que menos deseaba era tener que pasar por los tediosos trámites burocráticos de esperar a los peritos, hacer papeleos, mantener la extremidad lo mejor conservada hasta que arribaran los familiares y, en caso de no tener identidad, hacer las pruebas pertinentes que tanto odiaba.

Con hastío profundo y el dolor persistente, Diego se acercó al cuerpo, pero antes de examinarlo prefirió ver la extremidad, misma que, por lo que podía notar por encima de la sábana, se trataba de una cabeza, pensándolo irónico. Con su mano aún trémula por el desvelo tomó a la sábana alzándola con suma delicadeza para no embarrarse de fluidos, horrorizándose con la escena de sus ojos reflejados en su misma pupila, de su cabeza inerte sobre una fría plancha y a su cuerpo distanciado de ella después del accidente en auto que había sufrido la noche anterior saliendo del bar, y era una lástima que la canción de Samanta se había quedado a la mitad después de recibir el cuerpo de su ex esposo.

Impávido, Diego comprendió que unas aspirinas nunca le quitarían ese dolor.

 

 

 

 

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