Me niego a admitir el fin del hombre
(William Faulkner)

Nunca supe cómo, pero a lo largo de toda la primaria, un día inesperado de cada año se filtraba una información amenazante que se transmitía, a cuchicheos, de boca a oído, de pupitre a pupitre, de fila a fila, y provocaba en cada receptor un incómodo hormigueo en la boca del estómago y una incontrolable trepidación en todo el cuerpo. El mensaje era breve pero demoledor: «andan vacunando». En los siguientes minutos, el invisible pero eficaz informante iba anunciando la aproximación del cataclismo: «ya están en segundo A», «ya están en segundo B», «ya llegaron a segundo C». Cuando la brigada llegaba al salón contiguo al nuestro, el pánico se apoderaba de nuestro ser, el destino estaba a punto de alcanzarnos. En el momento en el que aparecían en la puerta las dos enfermeras con sus batas y sus cofias inmaculadas, el botiquín que contenía los instrumentos de tortura y la hielera portadora de la pócima, ya no había esperanza alguna de salvación, ni la campana del recreo podía librarnos, estaban ahí y no se irían sin cumplir su cometido. Saludaban muy amablemente, entraban, colocaban todo en el escritorio de la maestra, sacaban su instrumental, acomodaban meticulosamente cada elemento y mediante algún código que nunca desciframos, establecían tal comunicación telepática con la maestra que ella tomaba la lista de asistencia —que en ese momento se tornaba lista sentencia— y profería:

Arroyo Bartolo, César. Sacando fuerzas de donde podía, el nominado caminaba con el aplomo que le era posible, se plantaba ante el paredón y se descubría el hombro izquierdo. Con pánico atestiguábamos las tres etapas del escalofriante suceso:

¡PREPAREN! La enfermera llenaba la jeringa con el líquido, la pasaba al frasco del polvito, agitaba y cargaba la jeringa con la pócima preparada.

¡APUNTEN! La enfermera tomaba una torunda, la empapaba de alcohol y desinfectaba la parte del brazo elegida para fungir como campo de batalla.

¡FUEGO! La hipodérmica hoyaba el brazo del ejecutado con una fuerza y una precisión sobrecogedoras, inoculaba en su interior el menjurje y salía cobijada por la torunda que quedaba en manos del inmolado.

Siempre me pareció sádico el hecho de que el ritual fuera oficiado en presencia de las siguientes víctimas. Desde el momento que terminaba esa primera ejecución, mi zozobra se exacerbaba porque conocía el siguiente paso:

Barria Meunier, Luis Ernesto. Con la seguridad que podía acopiar, me dirigía al patíbulo y me sometía al despiadado rito. Lo más difícil era evitar —o minimizar— la temblorina y, sobre todo, inhibir el brote de alguna lágrima, por furtiva que fuera, pues no había peores sanciones que las que se imponían a la fragilidad y la cobardía.

Pronto descubrí que en el instante mismo en el que la aguja salía de mi brazo, Valente Cortés entraba en crisis porque era el siguiente, Gello Vaillard y Manuel Vital padecerían un buen rato y Enrique Wolf llevaría la ansiedad hasta el extremo, pero yo ya estaba del otro lado y presenciaría el resto de la acción desde el plácido observatorio de los impávidos. Durante los cinco primeros años, solo César me antecedió en tal privilegio, cuando entramos al sexto, la aparición de una niña recién llegada al pueblo, Lupita Aguirre, desplazó a César al segundo y a mí, al tercero, pero me gustaba tanto la tal Lupita que no me importaba prolongar mi agonía por unos minutos.

Hay constancia de esas jornadas en el brazo izquierdo de todos, o la inmensa mayoría, de los sexagenarios que por diferentes rumbos nos dirigimos a un destino común. Son las diez con cuarenta y tres, desde la calle Ayuntamiento descubro con azoro que la manzana del edificio de la Comisión Federal de Electricidad, que hace un mes estaba totalmente ocupada por los aspirantes a la vacuna, ahora está completamente vacía. Cruzo la calle, camino por Allende y no veo indicio alguno de actividad sanitaria, pero estoy seguro de que no me equivoqué, no tengo la menor duda de que la segunda dosis de la vacuna anticovid me toca el lunes diecinueve de abril a las once de la mañana en el Parque Deportivo Colón.

Llego a la contraesquina del Deportivo y aparece una fila, más bien tímida, que cubre la fachada de González Bocanegra y dobla ligeramente sobre Serrano Elías. Son las diez cuarenta y nueve. Ocupo mi lugar con suficiente distancia del señor que me antecede. Se me aproxima un joven, revisa mi constancia de la primera dosis y mi CURP. El contraste con la primera vez es fuerte: no hay un ambiente altamente festivo; no hay una atmósfera fellinesca; excepto un volovanero que ofrece su producto con poca enjundia, casi por trámite, no hay vendedores caminantes de todo lo vendible ni pregoneros de todo lo pregonable; no estamos sitiados por el encimoso chipi-chipi y la densa neblina de los dos días pasados, pero sí habitamos un día grisáceo, anodino, todo desgarbado, que no tiene nada que ver con el de hace un mes, ese sábado juguetón de personalidad arrolladora que nos hizo llegar abrigados y después abrió las puertas de la jaula en la que estaba el sol y lo dejó libre en un cielo que no tenía ni una nubecita que nos guareciera. Con todo, se percibe un vaho de optimismo soterrado, de esperanza de clóset, de algarabía contenida, de conjunción feliz de canas y de ganas.

Son las once con trece, ya estoy a pocos metros de la entrada. «Diez», dice el joven recepcionista y avanzamos bajo su conteo, soy el sexto, entran cuatro tras de mí. Igual que la vez pasada, una señorita me toma la temperatura y un joven me pone gel antibacterial. En los primeros días de esta anomalía que se ha convertido en norma, siempre dije que, por razones más que obvias, debería usarse un gel antiviral, sin embargo, con el paso de los meses he desarrollado una gran empatía con la sustancia que nos embarran a cada rato. Me conmueve su modestia, su pudorosa presencia. Sabe que no nos agrada la obligatoriedad de su compañía para entrar a cualquier lugar público, sabe que nos incomoda terriblemente la viscosidad que nos queda en las manos, sabe que en cuanto estamos frente a un artefacto provisto de agua y de jabón, nos apresuramos a lavarnos, y no solamente por higiene, sino para eliminarla de nuestra piel, y a pesar de todo ello, cumple su misión de rescatista con abnegada eficiencia. El cubrebocas, también es un gran aliado, pero nada nos cuesta reconocer que algo —o mucho— tiene de arrogante: se presenta en las alturas y en primer plano, antes, incluso, que el rostro que protege, y todo él es derroche de colores, de diseños, de estampados, de bordados artesanales, de trazos, pinceladas de artistas. Es continente del sentido del humor, de la imaginería, de la tradición, del colorido más apasionado o el más puro de los blancos. También está dispuesto a dar su vida por la nuestra pero, lejos de ser discriminado, es el niño lindo que se presume a las visitas.

Entramos y vamos directo a la zona de registro. Ahí hay un poco más de bullicio, un médico y una médica, cada quien por su lado, visitan silla por silla para hacer la valoración verbal; varias jóvenes recorren las filas para ir llenando los formularios. Toca mi turno, respondo las preguntas, recibo los documentos. Me toca encabezar un pelotón de cuatro hombres y dos mujeres que se dirige a la carpa de vacunación. Se presenta la enfermera, presenta a su asistente, nos da las instrucciones. Abre la hielera, prepara las seis jeringuillas al tiempo que el asistente recoge los documentos. Inicia la aplicación de la vacuna. Pasan las dos señoras, soy el siguiente, me descubro el brazo, me desinfecta, introduce la aguja con mucho más suavidad que el enfermero de la vez pasada. Cuando entra en mi músculo, se hace un silencio profundo del que brotan, aunque afónicos, los versos de Neruda:

con mi lámpara busco a los que caen,
alivio sus heridas y las cierro:
y estos son los oficios del poeta,
del aliviador y del picapedrero:
debemos hacer algo en esta tierra
porque en este planeta nos parieron
y hay que arreglar las cosas de los hombres
porque no somos pájaros ni perros.

La jeringa entra en mi brazo y me es revelado un dato que tenía en el olvido: hace exactamente medio siglo, el diecinueve de abril de mil novecientos setenta y uno, a las once cincuenta y siete de la mañana, en la escuela primaria Manuel Ávila Camacho de San Rafael, Veracruz, una aguja, con alguna de las muchas vacunas que me pusieron en la infancia, estaba entrando en mi organismo y gracias a ella llegué hasta aquí. El diecinueve de abril de mil novecientos setenta y uno, a las once cincuenta y siete de la mañana, César Arroyo ya estaba vacunado, Enrique Wolf tenía que esperar un rato, pero el plazo se cumplió y en este momento está a unos días de recibir la segunda dosis en donde quiera que se encuentre. «Uno es —afirma Sergio Pitol— los libros que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas». Gracias a ese día somos —César y Manuel y Gello y Enrique y yo y todos lo de entonces— tantas letras, tantas formas, tantas notas, tantas suelas gastadas sobre tantas piedras. La jeringa entra en mi brazo en el preciso instante el que, simultáneamente, cientos, miles, millones de hipodérmicas penetran brazos en todo el mundo para inyectarles letras, formas, colores que no han sorprendido a sus pupilas; notas, ritmos, sonoridades que aún no los mueven ni conmueven; más o menos caminos que los llevarán a lugares de los que no tienen noticia.

Cumplida su tarea sembradora de destino, la aguja se retira de mi brazo —y de millones de brazos—. Tras la barda, aunque lejos, ya oigo ladrar un perro (estamos cerca, Ignacio). Pasado el tiempo de observación, y apurados café y pan, me dirijo a la salida. En la banqueta hay un charco rezagado del aguacero de ayer, cae una gota tan pequeña que ni a llovizna llega pero alborota el agua y provoca una serie de círculos concéntricos, cada uno más grande y más poderoso y más letal que su antecesor. Así comenzó todo esto hace más de un año, allá lejos, muy lejos, una gota diminuta inquietó un charco y su fuerza fue in crescendo, y cuando nos dimos cuenta, estábamos todos apiñados en un barco zozobrante; y cuando nos dimos cuenta estábamos todos en un viaje inesperado, inusitado, indeseado; y cuando nos dimos cuenta, la más feroz de las tormentas nos zarandeaba sin piedad, sin tregua, sin posibilidad alguna de salvación.

La marejada nos sacude con violencia desmedida, millones han caído, la mayoría fueron rescatados pero muchos, demasiados sucumbieron y su ausencia nos lacera. Pero los tercos que se niegan a admitir el fin del ser humano han estado construyendo plumeros gigantescos para desnubar el cielo, ha sido muy difícil porque los cúmulos son muy densos y resistentes, pero a fuerza de tenacidad han abierto una grieta por la que ya se filtra un tenue rayo de luz.

Con gratitud tomo el chaleco salvavidas pero no intento abordar el helicóptero para ponerme a salvo porque si lo hiciéramos todos los privilegiados de esta fila, el despegue de tantos helicópteros juntos provocaría una ventolera de tal magnitud que podría hundir el barco. Tomo el chaleco pero no pienso siquiera abordar el helicóptero porque no podría abandonar a quienes solo porque nacieron después de mí deben prolongar la resistencia. Me pongo el chaleco y sigo en el barco, y si naufragamos, alcanzaré a pepenar de las greñas a Faride, y Faride pepenará de donde pueda al Gus, y Gus alcanzará a asir el copete de Caro, y entre todos podremos jalar al Manitas que está regrandote y repesado, y el Manitas, que tiene los brazos largos, alcanzará a jalar de las barbas a Roger, y juntos conformaremos un islote indisoluble que se unirá con otro y otro más hasta formar una pangea que nos permitirá resistir hasta el fin de la tormenta, porque así como inició, la tormenta llegará a su fin. Aun con el chaleco puesto, seguiré en mi casa, lleno de mí, sitiado en mi epidermis, y si tengo que salir lo haré acompañado de Susana Distancia y de alguno de mis varios cubrebocas, y si me ofrecen gel antiviral diré que no, que prefiero el gel antibacterial. No, ni al arrogante de las alturas ni al modesto pegajoso de las manos diré adiós, pues, de algún modo, seguiré en el viaje.

 

 

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