¿Por qué un policía puede abusar de su fuerza a la hora de un arresto, de una detención o de la custodia de una persona? La respuesta es porque puede. Y eso no sucede solamente en México, es algo que se repite una y otra vez en casi todo el mundo, incluyendo los países más democráticos o avanzados en sus “Estado de derecho”.

En los últimos meses hemos sido testigos de casos emblemáticos como el de George Floyd en Estados Unidos, o algunos casi igualmente aberrantes en Francia, e incluso en México como el de los policías de Quintana Roo contra una mujer inmigrante. Pero obviamente esos casos nos son, ni de lejos, los únicos, diariamente conocemos de situaciones de abuso policial y de uso desproporcionado de la fuerza.

Abordé este tema en mi libro: “La Tortura en México ¿cómo prevenirla?”, investigación publicada por el Colegio de Veracruz en el año 2009.

México es parte de instrumentos internacionales que prohíben expresamente la tortura. El Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, en su artículo 7, señala que “nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos inhumanos o degradantes». El artículo 5 de la Declaración Universal de Derechos Humanos manifiesta que “nadie será sometido a torturas ni penas o tratos crueles, inhumanos o degradantes.»

México también ha suscrito instrumentos específicos en materia de tortura, como son la Convención contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, de las Naciones Unidas, ratificada el 23 de enero de 1986, y la Convención Interamericana para Prevenir y Sancionar la Tortura, ratificada el 22 de junio de 1987. A través de ambos instrumentos, México se obligó internacionalmente, entre otras cosas, a prevenir y sancionar la tortura y a tomar todas las medidas legislativas, administrativas, judiciales o de otra índole, eficaces para impedirla dentro de su jurisdicción.

El Protocolo Facultativo de la Convención de las Naciones Unidas contra la Tortura y otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes, es una importante herramienta para prevenir la tortura y mejorar las condiciones de detención y prevé mecanismos nacionales e internacionales para la prevención de estos actos.

Pero aparte de la tortura, me interesa resaltar aquí lo que respecta a los tratos y penas crueles, inhumanos o degradantes porque es ahí donde nos encontramos con un uso desproporcionado de la fuerza por parte de las policías.

El trato inhumano se define como el hecho de infligir un sufrimiento, físico o psíquico, de una determinada intensidad. En este ámbito, se enmarcan como tratos inhumanos los malos tratos infligidos a detenidos, las violencias cometidas durante un arresto, una detención provisional o un interrogatorio. Asimismo, el aislamiento total, a la vez social y sensorial, dentro de una celda de los detenidos, que puede llevar a la destrucción de la personalidad, constituye una forma de trato inhumano que no puede justificarse por exigencias de seguridad.

Con respecto al trato degradante, el carácter degradante se expresa en un sentimiento de miedo, ansia e inferioridad con el fin de humillar, degradar y de romper la resistencia física y moral de la víctima.  El trato degradante se define como el maltrato tendiente a crear en la víctima sentimientos de terror, angustia e inferioridad, con el objeto de humillarla, de envilecerla, a los ojos de los demás y a los suyos propio, y de quebrantar eventualmente su resistencia física o moral. Se consideran tratos degradantes las vejaciones de carácter racista infligidas a los detenidos por personal penitenciario o policías.

Un aspecto consustancial al concepto de tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes es el uso desproporcionado de las facultades policiales. Golpear a un recluso con una porra para que confiese su culpabilidad se puede considerar tortura si se infligen dolores o sufrimientos graves; golpearlo con una porra camino a su celda o de vuelta de ella podría constituir trato cruel, inhumano o degradante; sin embargo, golpear a manifestantes callejeros con la misma porra para dispersar una manifestación no autorizada o una revuelta en una prisión, por ejemplo, se podría considerar uso legítimo de la fuerza por los agentes del orden.

Dado que la aplicación de la ley a sospechosos de haber cometido un delito, a alborotadores o terroristas puede obligar a que la policía u otros cuerpos de seguridad hagan un uso legítimo de la fuerza e incluso de armas que pueden causar la muerte, sólo podrá considerarse trato o pena crueles o inhumanos si la fuerza empleada es desproporcionada en relación con los fines que se pretende lograr y causa dolores o sufrimientos que lleguen a determinado nivel. Calificar el uso de la fuerza de lícito, con arreglo al artículo 16 de la Convención contra la Tortura o el artículo 7 del Pacto Internacional de Derechos Civiles o Políticos, o de excesivo dependerá de la proporcionalidad de la fuerza empleada en determinada situación.

El uso desproporcionado o excesivo de las facultades policiales equivale a tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes y siempre está prohibido. Ahora bien, el principio de proporcionalidad, con el que se evalúa el uso lícito de la fuerza para determinar que no constituye tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, se aplica únicamente a situaciones en que el interesado todavía está en condiciones de utilizar a su vez la fuerza contra un agente del orden o un tercero. Tan pronto como la persona deja de estar en condiciones de resistir al uso de la fuerza, esto es, cuando el agente del orden lo reduce a una situación de indefensión, el principio de proporcionalidad ya no tiene aplicación.

Con independencia de que el principio de proporcionalidad en el uso de la fuerza sea un factor determinante de los tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, el elemento que está siempre presente en los fundamentos de la prohibición de estos tratos o penas es el concepto de indefensión de la víctima.

Dicho de otro modo, mientras alguien pueda resistirse al grado de uso por los agentes del orden de una fuerza legítima dada la situación, el uso de la fuerza no corresponde a la prohibición de los tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes.

Ahora bien, desde el momento en que el interesado queda de hecho a merced del agente de policía (esto es, hors de combat o incapaz de resistirse o de huir del lugar, está arrestado y esposado, detenido en una furgoneta o una celda de la policía u otros casos semejantes), no procede determinar la proporcionalidad y deja de ser permisible el uso de la coerción física o mental.

Si la coerción da lugar a dolores o sufrimientos graves que se infligen con determinado propósito, entonces deberá considerarse incluso tortura.

Este es uno de los problemas públicos más acuciantes en Veracruz y en México. Mi punto de vista es que este uso desproporcional de la fuerza por parte de los policías no se va a resolver solamente con recomendaciones de los organismos de derechos humanos.

Necesitamos urgentemente dos cosas: primero debemos contar con mecanismo o unidades de control interno verdaderamente independientes y que surtan efectos sancionadores y correctivos inmediatos; y segundo contar ya con mecanismos de supervisión ciudadana a las policías.