Hoy, Joshua Redman cumple cincuenta y dos años, nació el primer día de febrero de 1969 con una torta bajo el brazo que parecía destinarlo irremediablemente al ministerio irrestricto de la música —su padre, Dewey Redman, fue un importante saxofonista de jazz; su madre, Renee Shedroff, dedicó una parte de su vida a oficiar la danza—, sin embargo se resistía a seguir ese mandato genético. «Aunque a Joshua le encantaba tocar el saxofón y fue un miembro dedicado del galardonado Berkeley High School Jazz Ensemble and Combo de 1983 a 1986, lo académico siempre fue su primera prioridad y nunca consideró seriamente convertirse en músico profesional. En 1991, Redman se graduó summa cum laude de Harvard College, Phi Beta Kappa con una licenciatura en Estudios Sociales. Ya había sido aceptado por la Facultad de Derecho de Yale, pero aplazó la entrada por lo que creía que solo iba a ser un año», se lee en la biografía de su página oficial.
El destino se encargó de conducirlo al carril que le correspondía, unos amigos se mudaron a Brooklyn, tenían un espacio libre y concluyeron que un cohabitante más aligeraría la cuota para cubrir la renta, por lo que invitaron a Joshua a sumarse a su comuna. Al joven saxofonista le resultó atractivo vivir un año en la ciudad de los rascacielos antes de proseguir sus estudios. Instalado en la capital mundial del jazz, era imposible que escapara de las manos de música tan seductora. Recién instalado en su nueva residencia, recibió invitaciones para tocar con músicos de su generación, Peter Bernstein, Larry Goldings, Kevin Hays, Roy Hargrove, Geoff Keezer, Leon Parker, Jorge Rossy y Mark Turner fueron solo algunos de los copartícipes del banquete sonoro iniciático. Cinco meses después de su arribo a la ciudad, participó en el muy prestigiado Concurso Internacional de Saxofón Thelonious Monk y obtuvo el primer lugar. Su suerte estaba echada, ese premio le permitió tocar, hacer giras y grabar con grandes figuras del jazz: su padre, Jack DeJohnette, Charlie Haden, Elvin Jones, Joe Lovano, Pat Metheny, Paul Motian y Clark Terry.
Yale, por supuesto, se quedó esperando, en 1993 debutó discográficamente como líder con un álbum homónimo en el que contó con las complicidades de Kevin Hays y Mike LeDonne en el piano, Christian McBride y Paul LaDuca en el contrabajo, y Gregory Hutchinson, Clarence Penny y Kenny Washington en la batería. Entró a ese mundo con el pie derecho, el álbum fue nominado al Grammy. Ese mismo año dio la siguiente zancada hacia la grandeza, grabó su segundo disco, Wish, acompañado por tres luminarias: Pat Metheny, Charlie Haden y Billy Higgins.
Al año siguiente formó su primera banda estable con tres músicos que, como él, estaban destinados a formar parte de la élite jazzística del siglo XXI: Brad Mehldau, Christian McBride y Brian Blade. Con ellos consumó su tercer registro fonográfico, MoodSwing. Sobre esa formación, Salvador Catalán ha escrito en el Diario de Sevilla: «el joven saxofonista agrupó a un cuarteto de veinteañeros cuyos nombres ya despuntaban como exponentes de una generación formada entre el academicismo de las aulas y la práctica escénica, empeñada en insuflar una bocanada de aire fresco al territorio jazzístico».
El cuarteto resultaba altamente prometedor, sin embargo, se trataba de cuarto fuertes personalidades que tenían que recorrer sus propios caminos, Joshua Redman le comentó al propio Catalán:
«Me di cuenta casi de inmediato de que esta banda no permanecería unida durante mucho tiempo. Sin duda alguna, para nuestra generación, ellos se encontraban entre los más consumados e innovadores músicos en sus respectivos instrumentos. Estaban muy solicitados, ¡todos querían tocar con ellos! Y tenían personalidades musicales fuertes y carismáticas, destinadas a comenzar pronto a perseguir sus propias visiones independientes. Sabía mejor que nadie lo increíblemente afortunado que era de compartir algo de tiempo con ellos».
Y el destino se cumplió, cada uno se fue con su música a otras partes, cada uno se fue agrandando hasta alcanzar la estatura que le correspondía, cada uno hizo de su vida un papalote y lo elevó hasta donde pudo tocar la luna con las yemas. En el camino tuvieron esporádicos encuentros, Redman grabó con Christian McBride y Brian Blade, con Brad Mehldau y Brian Blade, e hizo un dueto escalofriante con Mehldau, pero tuvieron que pasar veintiséis años —exactamente la mitad de la vida de Redman—, y sobrevenir una tragedia mundial, para que tuviéramos en la mano el póquer de jazzes. El 10 de julio del año pasado apareció RoundAgain, un álbum conformado por siete siete piezas de reciente factura, tres de Redman, dos de Mehldau y una de McBride y Blade.
Las cuatro promesas se cumplieron y en este reencuentro se confabulan, de nueva cuenta, la solidez interpretativa y la incesante inventiva, pero ya en la plenitud artística, y el cuarteto suena como si lo hubiera hecho ininterrumpidamente todos estos años, con los destellos individuales y la coherencia grupal, con un lenguaje propio —individual y colectivo— en el que tradición y contemporaneidad comulgan tomadas de la mano.
En la citada entrevista, Redman declaró: «Estos muchachos han crecido exponencialmente. Ahora son supermonstruos y tocar con ellos hizo que me viese a mí mismo de una manera más dura. Y cuando tu forma de crear arte es muy íntima o incluso llevas 20 años sin tocar juntos, sólo necesitas dos compases para entender de qué trata el sentimiento, porque el sentimiento nunca se va».
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