En aquella tribu los hombres se mezclaban con los árboles, los árboles dorados que parían ninfas. No es que fueran primero Adán y Eva ni que el árbol tuviera un fruto prohibido, sino que, antes de una serpiente, los árboles dorados mecían entre sus hojas a las hijas de aquellos hombres de pieles plata, aun si las mujeres debían amamantar ninfas de otra sangre, los árboles eran amados cuales madres y abuelas, arrugados sabios.

En las noches de luna azul, rosa y roja, cuando por el cielo las estrellas chorreaban como cascadas, los hombres se preparaban para el rito, nadie más que ellos a las hojas de los árboles podían acariciar, era un pacto entre humanos y lo etéreo; yo te alimento, yo te doy sombra, yo te protejo. Los dedos, ojos, pies y manos de las ninfas nacidas eran semejantes a la corteza del roble, suaves como un sauce y de frondoso esplendor como el haya, entonces, en agradecimiento por la vida, las mujeres realizaban danzas secretas que entre el humo y raíz de copal se fueron perdiendo. Las mujeres, siendo mujeres de naturaleza fértil en caderas y pechos, comenzaron a rehusarse poco a poco y con sigilo, en rebelión contra la Gran Madre, quien sabia en su naturaleza el dolor del parto a las mujeres quiso evitar, pero fue así que alguna pensó en envenenar cada hoja, cada rama, cada corteza de cada árbol, y no teniendo el hombre más opciones, en la carne caliente se tendría que refugiar.

Antes de la noche de luna azul, rosa y roja, entre murmullos tomaron a una serpiente, no presa de conciencia ni consciente de la maldad. Cada árbol abuela y madre fue inyectado, no hubo guerra porque no hubo lucha, todo fue silencio. A la noche siguiente, los hombres se prepararon, mojaron sus cuerpos con escarchas de estrellas, se postraron frente al fuego para luego a los árboles amar. El veneno ya hervía. Nadie dijo palabra alguna, todo pareció ser normal, pero de los árboles no nacieron más ninfas, fueron corazones abiertos que luego de piel, ojos y boca se cubrieron. Dormían, respiraban pausados, quietos, bastó el tenue sonido de una hoja pisada para que despertaran mórbidos y con hambre. «¿Quieres de mi fruto probar?», dijo uno a la primera mujer que se le puso enfrente. Abrió entonces su boca y en su lengua descansaba una bola de fuego, como bruja roja brillaba.

—Cómela —insistió el mórbido hambriento.

Todos un paso hacia atrás dieron, menos esa mujer quien fue embelesada por el brillo de la fruta. El hálito de esa boca olía a azufre, pero ni el fétido aspecto ni el olor la detuvieron, acercando su mano a esa lengua los dientes afilados le desgarraron el brazo. Los demás corazones, que colgaban aún pequeños y por nacer, palpitaban urgidos por despertar, y los otros, ya maduros, mil granadas enseñaban.

¿Cómo se arrullan a los corazones que lloran? ¿Cómo callar a los corazones que braman? ¿Dónde está la madre que mece? La luna, que desde arriba todo miraba, acunó en sus brazos uno a uno mientras cantaba Por el sueño de tus ojos vengo, hacia el camino de tu paz te guio. Cuando algunos durmieron de nuevo, una cálida gota de saliva de luna cantora hizo brotar del suelo una nueva raíz dorada. Los hombres de plata saltaron y las mujeres volvieron a las danzas, no más llanto de los corazones, y los que estaban hambrientos fueron arrancados de las ramas que restaban.

El nuevo árbol emergió siendo débil, así que sus semillas se sembraron en el ombligo de las mujeres para que en sus vientres anidaran. Si al nacer la ninfa lloraba y las madres estaban ya cansadas, era la luna quien la arrullaba, por ello, después de la tribu de plata, los niños que en las noches lloran, con la luna se callan.

 

 

 

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