Nadie rebaje a lágrima o reproche
esta declaración de la maestría
de Dios, que con magnífica ironía
me dio a la vez los libros y la noche.
(Poema de los dones.
Jorge Luis Borges)
Hace algunos años, en una serie de esta columna dedicada a los silencios hablé del trágico episodio que vivió Keith Jarrett en 1997, cuando contrajo el síndrome de la fatiga crónica, una afección que, según informa el portal Teens Health, «resulta muy difícil de diagnosticar (e incluso de comprender) para los médicos.
«Se trata de una afección física, pero también puede afectar psicológicamente a una persona. Esto quiere decir que una persona con síndrome de fatiga crónica tal vez tenga síntomas físicos, como mucho cansancio y debilidad (cansancio extremo), dolores de cabeza o mareos. Pero es posible que la persona también experimente síntomas emocionales, como falta de interés en sus actividades favoritas».
Y sucedió, Keith Jarrett, además del cansancio y los dolores extremos, se desinteresó del gran amor de su vida: la música. Un año de postración y silencio obligatorio fueron la cuota que pagó por una causa que incluso los médicos ignoran.
Pero aunque no existe un tratamiento para el padecimiento sino para algunos de sus síntomas, la enfermedad es curable, y tras ese infame año sabático, el mundo volvió a tener al pianista hiperquinético, altamente energizado, infatigable; dionisíaco.
Tras la grabación, en el invierno del 98, del álbum en solitario dedicado a su esposa, The Melody at Night, With You, el infortunio fue tornándose, paulatinamente, en una más de las anécdotas que aportan su granito en toda biografía.
Tres décadas duró la jauja y fue grande el regocijo, pero en 2017 canceló todos sus compromisos arguyendo problemas de salud. Y no volvimos a saber de él hasta el pasado miércoles 21 de octubre, cuando rompió el secreto —que no el silencio como dijo el medio que lo divulgó— en una entrevista para The New York Times. Y la revelación fue harto dolorosa: en 2018 sufrió dos derrames cerebrales, uno en febrero y otro en mayo, este último lo mantuvo hospitalizado hasta el pasado mayo.
«Estaba paralizado —comentó en la conversación telefónica—, mi lado izquierdo todavía está parcialmente paralizado. Puedo intentar caminar con un bastón, pero me llevó mucho tiempo, un año o más. Y no voy a moverme en absoluto por esta casa, de verdad».
El daño fue más grave de lo que hasta ese momento suponía, cuando intentó tocar algunas piezas de jazz, descubrió que las había olvidado. «No me siento en este momento como pianista. Eso es todo lo que puedo decir al respecto (…) Lo máximo que se espera que recupere en mi mano izquierda es posiblemente la capacidad de sostener una taza en ella. Así que no se trata de ‹disparar al pianista›. Es: ya me dispararon. Ah-ha-ha-ha».
Borges se fue quedando ciego entre los instrumentos que más amaba, los libros, esas «extensiones de la memoria y de la imaginación», pero pudo seguir escribiendo porque se volvió dictador, y pudo seguir leyendo, actividad que consideraba más importante que la anterior, porque tuvo los ojos, primero de su madre y después de María Kodama. Beethoven pudo seguir componiendo pese a la sordera porque la música habitaba en su cerebro. Jarrett no requiere de la memoria, en los años setenta demostró que es capaz de sentarse frente a un piano e inventar música, de manera desaforada, durante al menos una hora. Requiere la mano izquierda para tocar, cierto, pero sé que algo hará, algo que ni él sospecha en este trance, para que cinco dedos sean suficientes para narrarnos el universo que tiene dentro. No creo que hayamos perdido un pianista genial, creo que en algún momento —dentro o fuera de esta anomalía que nos toca vivir— veremos una genialidad distinta pero también inmensa. Keith Jarrett vive with a song in his heart y no dejará de latir.
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