La Cuarta Revolución Industrial cambiará los empleos para siempre. Para 2030, se proyecta que en México se perderán cerca de 20 millones de ellos debido a la automatización, según el Instituto McKinsey. Los trabajos del futuro requerirán que las personas adquieran habilidades y conocimientos constantemente y que se reinventen durante toda su vida, para así mantenerse a la par de la disrupción que crearán la inteligencia artificial y la automatización. El Foro Económico Mundial estima que ya para 2022, el 42% de las habilidades que demandará el mercado laboral serán distintas a las requeridas hoy en día. Es urgente reaccionar ante esta predicción.

Es por ello, entre otros motivos, que hace casi dos años “nació” el programa “Jóvenes Construyendo el Futuro”, el cual, en un inicio, estableció como objetivo general “brindar oportunidades de capacitación en el trabajo para jóvenes de 18 a 29 años que no estudian ni trabajan actualmente”. Dicho programa “busca beneficiar a 2 millones 300 mil jóvenes para que desarrollen habilidades ‘blandas’, socio-emocionales y técnicas que contribuyan a su inclusión social y laboral. Asimismo, “se podrá alejarlos del desempleo y será posible prevenir conductas antisociales en ellos, brindándoles herramientas para una vida mejor”, tal como se puede leer en los lineamientos del programa, publicados el 10 de enero de 2019 en el Diario Oficial de la Federación. Cabe mencionar que las nuevas reglas de operación, publicadas al inicio de este año en dicho diario, contienen algunos cambios, pero estos son mínimos. El objetivo general del programa sigue siendo prácticamente el mismo. De igual forma, hace algunos días, el 3 de septiembre del año en curso para ser exactos, se realizaron algunas modificaciones a dichas reglas, algunas de las cuales se discutirán más adelante.

El fin de JCF es muy claro y tiene una población objetivo bien definida. No obstante, hasta la fecha, el programa carece de la debida planeación para lograr las metas establecidas y de un método de evaluación transparente que permita conocer sus avances y limitaciones. No existen estrategias claras ni líneas de acción concretas para que puedan seguirse al pie de la letra sus reglas de operación. Si bien estas últimas orientan de manera general a los involucrados respecto a sus obligaciones, no existe un plan estratégico bien instrumentado, tal como debe suceder con todos los programas gubernamentales.

La planeación estratégica no solo define una serie de objetivos, sino que organiza el trabajo alrededor de actividades especificas para que cada involucrado conozca sus funciones y sea responsable de los resultados de ellas. Además, construye posibles escenarios, detecta oportunidades y amenazas y, sobretodo, desarrolla instrumentos de evaluación y medición del desempeño de cada actividad y responsable. De esa manera, es posible reconocer dónde se falla y por qué, qué aciertos hay y cómo potenciarlos, si existen oportunidades de mejora y, por último, permite monitorear el progreso (o retroceso). Solo de esa forma se pueden hacer los ajustes pertinentes que hagan del programa un proyecto exitoso.

Por ejemplo, uno de los problemas a considerar es que las empresas mexicanas aparecen con muy mala calificación dentro del Índice de Competitividad Global 4.0 del Foro Económico Mundial en cuanto a sus prácticas de contratación, entrenamiento, capacitación y uso del talento; están fuera del top 100 mundial. Ponerlas a ellas como únicas responsables de la elaboración del plan de capacitación de los becarios no parece ser lo más acertado. Esto es algo que debería hacerse en conjunto con el sector privado, el público y el educativo. De igual forma, debería involucrarse a organizaciones privadas, públicas o de la sociedad civil especializadas en capacitación y entrenamiento.

Que la mayoría de las empresas del país pertenezcan al sector informal y estén mal evaluadas como formadoras y capacitadoras resulta problemático porque dentro de los lineamientos antes mencionados se estipula que “los centros de trabajo serán los encargados de definir los objetivos, la metodología y la planeación del programa de capacitación del beneficiario, así como de la evaluación mensual de su desempeño.” De igual forma, la constancia de capacitación expedida por el centro de trabajo una vez culminado dicho programa “describirá las habilidades obtenidas por el beneficiario”, con lo cual surgen algunas preguntas: ¿Cómo podrá corroborarse esto? ¿Se aplicará algún examen? ¿Existe algún marco de referencia para elaborar planes de capacitación y métodos de evaluación? ¿Se llevará a cabo algún proyecto en concreto dentro de la empresa que desarrolle habilidades en los becarios?

Es imperativo hacerse estos cuestionamientos, ya que el índice anteriormente mencionado posiciona a las habilidades del capital humano mexicano en el lugar 86 a nivel mundial y el objetivo primordial es, precisamente, fortalecer las competencias de los jóvenes mexicanos, no sólo para que ellos tengan acceso a más oportunidades de trabajo, sino para que también vuelvan más productivas a las empresas para las que laboren o bien, emprendan por su cuenta proyectos que contribuyan al desarrollo económico y social.

Preocupa lo anterior porque la actualización realizada hace algunos días a las reglas de operación del programa estipula que “ya no será necesario que el becario cumpla con el periodo de capacitación de 12 meses para que este sea considerado como ‘egresado’ y reciba la certificación correspondiente”. Esto no es necesariamente un retroceso. Una de las debilidades del programa es que es “masivo”; es decir, no contempla importantes diferencias que existen dentro de su público objetivo. ¿Por qué todos los programas de capacitación deben forzosamente tener duración de un año? Cada individuo tiene diferentes habilidades al momento de entrar al programa y distinta capacidad de aprendizaje. Asimismo, cada empresa u organización tiene sus propias necesidades y la naturaleza del trabajo dentro de ellas puede variar mucho de industria a industria. Por tal motivo, se cuestiona esta modificación porque no determina con claridad los porqués de la misma. Tal pareciera que el objetivo es únicamente facilitar que cada vez más jóvenes egresen del programa. De esa forma, la STPS reportaría un mayor numero de “beneficiarios”, pero quedarían muchas dudas respecto al nivel de capacitación de los mismos.

Hasta el 15 de agosto del año en curso, menos de la mitad de los jóvenes “beneficiados” había egresado formalmente del programa, hecho que contribuye a que surjan sospechas sobre los cambios realizados hace unos días a las reglas de operación. El hecho de no obligar a los inscritos en el programa a terminar el periodo original de 12 meses para ser considerado como “egresado” facilitará que más jóvenes cuenten con un certificado, pero difícilmente contribuirá a su desarrollo profesional. Al final de cuentas, lo más importante es que los becarios desarrollen habilidades y competencias que les den más oportunidades de inserción laboral, no únicamente certificarlos de forma masiva, tal y como ha comenzado a suceder con muchas instituciones de educación superior. Bajar los tiempos de capacitación no es malo en sí; es incluso necesario en algunos casos. La clave está en preguntarse por qué y para qué se hace esto y cómo se va a evaluar a los becarios. Una de las claves será entender por qué existe un nivel tan alto de deserción entre los jóvenes que se inscriben al programa. Se deben buscar soluciones y tomar decisiones basándose en datos e información y tal parece que este no ha sido el caso.

Resulta relevante mencionar el caso de la educación superior porque en su momento, Santiago Levy, prestigioso investigador mexicano, demostró que en las últimas décadas más educación no se tradujo en mejores condiciones laborales ni mejores salarios. Esto se debe a muchos factores, pero en lo que respecta a las instituciones de educación superior se puede argumentar que muchas de ellas, sobretodo las privadas, se han convertido en fábricas de títulos académicos y han descuidado enormemente la calidad de sus servicios. Expiden diplomas, certificados, títulos y cédulas, pero no contribuyen al desarrollo personal y profesional de sus clientes (estudiantes). Al menos eso es lo que dicen los datos.

Por tal motivo, no es de extrañar la baja calificación que diversos índices (por ejemplo, el de Competitividad Global del Foro Económico Mundial, el de Prosperidad del Instituto Legatum del Reino Unido y el de Para una Vida Mejor de la OCDE) determinen que las habilidades de la fuerza laboral mexicana son bastante deficientes, sobretodo respecto a países similares al nuestro. Por eso se debe cuidar que JCF no se convierta en un programa que no valore la calidad de su enseñanza, lo cual a su vez resulte en un aprendizaje deficiente y los jóvenes mexicanos sigan limitados, tanto en lo personal como en lo profesional.

Por su parte, las empresas, tanto formales como informales, también contribuyen a la baja calificación del capital humano de México. Si estas no cuentan con la infraestructura para capacitar y entrenar de forma eficiente a sus colaboradores actuales, ¿cómo se puede pensar en hacerlos responsables de una población de jóvenes extremadamente heterogénea, con diversas necesidades, diferentes niveles de escolaridad y distintas aptitudes? El primer paso sería que estas organizaciones mejoraran sus prácticas internas, antes de saturarlas con más actividades, más allá de que el gobierno financie el proyecto.

Delegar demasiadas actividades y tareas a los centros de trabajo ha ocasionado una serie de problemas e irregularidades y ha dado pie a la corrupción. Muchas empresas han utilizado el programa para inscribir a trabajadores con los que ya contaban. De esa manera, su sueldo es ahora cubierto por el Estado. Otras han inscrito a familiares o “contratan” a alguien y le cobran una “comisión”. El resto se ha servido del programa para reclutar a jóvenes y explotarlos en lugar de capacitarlos. Todo eso se sabe gracias a una investigación llevaba a cabo por la investigadora del CIDE María Amparo Casar, la cual presentó en la revista Nexos en octubre del año pasado.

JCF es considerado uno de los programas sociales estrella de la presente administración, no solo porque es uno de los pocos realmente “nuevos”, sino por el potencial transformador que posee. Diversos estudios publicados por la escuela de negocios de Harvard han cuestionado el valor real de la educación superior. En ellos se argumenta que la clave de los trabajos del futuro serán las habilidades y competencias laborales, no solo los títulos académicos, ya que estos, hasta la fecha, no son buenos predictores de la eficiencia laboral futura (para la mayoría de los empleos, no para todos). He ahí donde radica el potencial de JCF como una excelente alternativa para los jóvenes que por algún motivo no pueden acceder a la educación superior o simplemente no tienen interés en ello. Por otro lado, podría incluso ser más rentable y económico para el Estado recurrir a este tipo de programas de formación y capacitación que invertir grandes sumas de dinero para que más personas puedan asistir a la universidad, lo cual no ha tenido los efectos esperados en los últimos años.

El desarrollo de habilidades y competencias laborales en los jóvenes mexicanos no sólo traerá beneficios económicos, sino también sociales. Hoy en día, el capital humano de los países es uno de los indicadores más importantes en diversos índices de bienestar. Si este gobierno ha de tomarse enserio el concepto de “bienestar”, más vale que comience a medirlo y evaluarlo. Diversos instrumentos ya existen. Es cuestión de adaptarlos e implementarlos conforme a las necesidades y peculiaridades de nuestro país.

Más allá de la obtención de habilidades para el trabajo, mantener a los jóvenes ocupados y productivos contribuye enormemente a su salud mental. De esa manera, se puede también trabajar indirectamente en la prevención del delito y en diversas problemáticas actuales como adicciones, depresión, ansiedad y estrés, entre otras. Todos estos males se han incrementado considerablemente durante los últimos años, sobretodo dentro de la población más joven y es urgente prestarles atención.

Para que JCF funcione, es necesario, en primer lugar, que colaboren de manera coordinada el sector público, el sector privado y el sector educativo, con la finalidad de detectar tendencias, áreas de oportunidad y requerimientos de cada industria y sector, ya que estos cuentan con características distintas. Una vez llevado a cabo esto será posible que todos, en conjunto, elaboren un plan de capacitación general, el cual entonces podrá ser adaptado por los centros de trabajo de acuerdo con los perfiles de los beneficiarios, pues ellos mismos tendrán diferentes necesidades de desarrollo personal y profesional. Solo así se podrán establecer objetivos de aprendizaje realistas y entonces, la contraloría social, “encargada de verificar el cumplimiento de metas” podrá corroborar que el programa funcione adecuadamente dentro de los distintos centros de trabajo y realizar las evaluaciones y correcciones pertinentes.

Si se siguiera el ejemplo de otros países que han implementado este tipo de programas de forma exitosa, se debería llevar a cabo una prueba “piloto”, en la que: 1) Se identifiquen las habilidades que requiere cada sector productivo; 2) Se realicen alianzas y convenios con centros de formación profesional y; 3) Se seleccione a un puñado de empresas que cuenten con los recursos necesarios para implementar un programa de capacitación y entrenamiento; empresas que sean productivas y relevantes en su sector. De esa forma, sería más fácil evaluar los resultados y a partir de ellos incrementar el alcance y la eficiencia del programa.

Algunos resultados, dos años después

Comencemos con los resultados alrededor de la meta numérica principal: apoyar a 2 millones 300 mil jóvenes. En 2018, según datos de la Encuesta Nacional de Empleo y Ocupación, 5.8 millones de jóvenes no estudiaban ni trabajaban: 1 de cada 4 personas dentro del grupo de edad de 18-29 años. En ese momento, únicamente 800,000 de esos jóvenes estaban buscando empleo de forma activa. A 4.3 millones no les interesaba estudiar ni trabajar, por lo que se les consideró como “no disponibles”. El resto, 780,000, no estaba buscando empleo activamente. Un año y 50,000 millones de pesos después, el porcentaje de jóvenes de 18-29 años que no estudia ni trabaja pasó de 24% a 23%. Es decir, no se ha tenido el efecto deseado.

Conociendo estos datos, es posible comenzar a elaborar estrategias para que los jóvenes se sumen al programa. Primero, habría que conocer los motivos por los cuales la mayoría de los jóvenes “no disponibles” no tienen interés en estudiar ni trabajar. Partiendo de eso, se podría desarrollar e implementar un plan de promoción e incentivos para incorporarlos, ya sea a la escuela o al trabajo. En segundo lugar, hay que considerar que un buen número de jóvenes cuenta con educación superior. El salario en México para alguien de entre 18 y 29 años de edad con grado escolar de licenciatura oscila entre 6,446 y 9,247 pesos mensuales, según datos de la propia ENOE. Por tal motivo, puede que no encuentren atractivo el programa JCF que, a la fecha, otorga 3,748 pesos mensuales e inscripción al IMSS. Por otro lado, es probable que alguien con educación superior quiera trabajar de manera formal, no convertirse en un “aprendiz” por capacitar. Por último, según Miguel Széleky, director del Centro de Estudios Educativos y Sociales, la mayoría de la población de jóvenes “no disponible” está constituida por mujeres, muchas de las cuales podrían tener interés en el programa, pero no pueden unirse, argumentan, “porque deben desempeñar trabajos del hogar, cuidando ya sea a niños o a adultos mayores”.

Uno de los elementos más importantes de cualquier proyecto es conocer bien a su población objetivo. Esto significa no solo aportar datos demográficos (muchos de ellos ya existen en diversas bases de datos), sino hacer investigación de mercado mediante un sinfín de herramientas tales como encuestas, grupos de enfoque, trabajo de campo, perfiles psicográficos, entre otras. Esto permite conocer las particularidades de una población tan heterogénea como la mexicana. Eso, aunado a un correcto análisis del entorno y de las tendencias del mercado, contribuirá a la instrumentación adecuada del plan estratégico que coadyuve a que JCF desarrolle todo su potencial. El programa, por ejemplo, establece dentro de sus reglas de operación que “busca ayudar a los jóvenes de municipios con alto grado de marginación y violencia”. Conocer el entorno de estos y establecer los mecanismos adecuados para su incorporación a dicho programa será un elemento clave.

En cuanto a lo meramente económico, JCF presenta un subejercicio importante. Su presupuesto en 2019 fue de 40 mil millones de pesos. 40% (alrededor de 16 mil millones) no se ejerció. Eso significa que ese dinero no puede utilizarse para otros programas, por ley (al menos durante ese mismo año). Este hecho es muy preocupante en un país como México. Según datos de la OCDE, en nuestro país, el coeficiente Gini (el cual mide la desigualdad económica) antes de la intervención del Estado es de 0.479. Después de la intervención estatal dicho coeficiente baja, pero no significativamente (0.467). Es importante que los programas sociales estudien de forma detallada y minuciosa a sus poblaciones objetivo, como se mencionó anteriormente. Esto contribuirá a que se asignen presupuestos más realistas y el gasto público se vuelva más eficiente. Hace un par de años, el Foro Económico Mundial calificó a México como uno de los países con gasto público más ineficiente (puesto 120). Esto es doblemente problemático porque además el Estado mexicano gasta muy poco. Necesitamos de un Estado que no solo sea un regulador, sino también un emprendedor, como lo ha externado en diversas ocasiones la reconocida economista Mariana Mazzucato.

Conclusión

El programa es una excelente iniciativa para hacer frente a los desafíos de los próximos años. La pandemia sólo acelerará las tendencias dentro de las industrias que ya estaban emigrando hacia la automatización. Las habilidades ‘blandas’ y socio-emocionales son la base de la pirámide del desarrollo personal y profesional que contribuirán a mermar los efectos de la cuarta revolución industrial, la automatización y la inteligencia artificial. Una vez teniéndolas bien definidas y sabiendo cómo desarrollarlas y evaluarlas, los centros de trabajo serán, sin duda, el mejor lugar para que la generación del futuro dé el primer paso hacia la transformación de México. Alrededor del 40% de los jóvenes mexicanos se encuentra en situación de pobreza. JCF podría ser el programa que, literalmente, cambie su vida.