Por Luis Manuel González García | La decisión de iniciar el ciclo escolar en forma apresurada el 24 de agosto a través de  la transmisión de contenidos presumiblemente educativos a través de la televisión comercial con cobertura nacional, a las que la autoridad educativa denomina erróneamente “clases”, tendrá efectos negativos en la configuración de la educación pública que sobrevivirán lamentablemente el periodo de la pandemia por COVID-19. De las opciones disponibles se optó por la peor desde la perspectiva formalmente educativa y desde la configuración de políticas educativas.

En efecto, la televisión es un medio privilegiado para transmitir contenidos, su capacidad para captar la atención de las masas está probada más allá de toda duda, su primacía en la conformación de la cultura popular, de la inducción de elementos que rápidamente se incorporan en el imaginario colectivo, en las ideas populares, en las tendencias, se ha estudiado por años. Baste decir que se acuñó el término gobierno telecrático para referirse a los regímenes que se han impuesto a fuerza de la influencia de la televisión en la ciudadanía. Sí, la televisión es ideal para transmitir contenidos y para influenciar a los televidentes, no hay duda de ello.

En el extremo opuesto del espectro, existe un consenso mundial en el sentido de que la educación es un proceso complejo definido por la construcción progresiva de una versión cada vez más viable de la realidad, a través de la mediación instrumental y sobre todo social, es un producto de la interacción constante de personas y objetos de aprendizaje. La idea de la educación como un proceso de transmisión, de dádiva, de depósito desde una fuente de conocimiento o sabiduría hacia un receptor pasivo se ha desechado desde hace décadas porque fue incapaz de mantenerse en pie a la luz de las evidencias científicas.

Bastan estos argumentos para comprender la oposición que a los educadores nos provoca la idea de depositar en la transmisión de contenidos a través de la televisión toda la operación del Sistema Educativo Nacional y en particular la misión educativa de la escuela. Es inadmisible que en pleno siglo XXI alguien medianamente informado pueda pensar que es posible sustituir los ricos y variados procesos de aprendizaje que ocurren en la escuela, con contenidos televisados, por el contrario confundir la simple transmisión de información con el aprendizaje es un retroceso de décadas y significa la destrucción, desde el discurso público, de avances importantes que han costado años de trabajo continuo para reconocer el derecho de aprender en forma diferenciada por personas con necesidades diversas, implica sepultar los avances que han permitido diferenciar el mero adoctrinamiento de la educación propiamente dicha, significa asesinar las pretensiones liberadoras de la educación, su capacidad para formar mujeres y hombres libres, por si fuera poco, significa condenar a una generación completa a una regresión tecnológica de más de cuarenta años al aplazar sin razones suficientes el acceso a tecnologías de la información y la comunicación (TIC) más actualizadas que ya han demostrado mejor capacidad para acompañar los procesos de aprendizaje individual y colectivo.

Las “clases televisadas” propuestas por la autoridad educativa federal como respuesta a las condiciones de aislamiento impuestas por la COVID-19, son un regreso a las cavernas desde la perspectiva del desarrollo educativo.

Algunos lectores pueden sentirse aludidos e incómodos porque estudiaron en una telesecundaria o un telebachillerato, otros dirán que en China se utiliza la televisión con fines educativos en forma masiva en la actualidad. Es necesario hacer una aclaración importante, en especial para quien no conozca bien estos modelos: ni la Telesecundaria (creada en los años 60 del siglo XX), ni el Telebachillerato (años 70 del siglo XX en Veracruz), ni la famosa televisión educativa china, suponen que los alumnos se sienten en la soledad de sus hogares (en una “banquita o una mesita” como dice el presidente López Obrador) a consumir teleclases y ya.

En los tres modelos referidos en este párrafo, la clases televisadas eran y son únicamente un elemento de la vida escolar, los alumnos además tienen el apoyo de sus compañeros dentro de un salón de clases, el acompañamiento pedagógico de sus maestros, el apoyo de las guías de trabajo impresas, actividades extracurriculares constantes, eventos académicos, deportivos y sociales durante el año, las teleclases son un elemento importante, pero están lejos de hacer por sí solas la escuela.

Ahora bien, otros dirán: es que estamos en un momento de crisis de salud sin precedentes que obliga a tomar decisiones que, sin resolver de fondo el problema, contribuyan de algún modo a ofrecer alguna forma de educación, que nada nos gusta, que agradezcamos que siquiera eso está haciendo el Gobierno. Ninguna de estas aseveraciones se sostiene por sí misma.

Aceptaríamos gustosos la idea de clases televisadas si no existieran otras opciones, si se ofrecieran como un elemento más dentro de un esquema bien pensado, consultado, consensuado, basado en los resultados de la investigación educativa, sustentado en la teoría. Pero no lo es. Hasta hoy, a dos semanas del inicio del ciclo escolar, la televisación de la educación pública en México demuestra el desprecio que siente por la educación el Gobierno en turno, en lugar de invertir los recursos necesarios para lograr la conectividad universal al internet (por cierto una de las promesas de campaña refrendada el segundo día del Gobierno en discurso en Xalapa, Veracruz); en lugar de incrementar la capacidad de las familias para acceder a dispositivos con los qué promover procesos de aprendizaje interactivos, comunicación con sus pares y, sobre todo, con sus maestros, en lugar de incrementar la capacidad del Sistema Educativo Nacional para generar y distribuir contenidos en plataformas y formatos variados; en lugar de usar el potencial infinito, la influencia benefactora, la capacidad para enriquecer vidas humanas de los maestros, se está optando por la opción más mezquina, la más cómoda, la de menor imaginación, costo y compromiso.

Los maestros han sido borrados del mapa, para empezar no existe evidencia de que se les consultara para construir esta propuesta, para continuar su función se ha difuminado, al grado que ni al titular de la Secretaría de Educación Pública le queda claro qué harán, como lo han demostrado sus contradictorias respuestas en la semana completa de conferencias vespertinas. Quizás la forma más vil de humillar a otro, es demostrarle que su presencia y su actividad no son necesarias ni útiles. En el discurso se alaba a los maestros, pero en el armado de la propuesta, ironías de la vida el Gobierno que los venía a reivindicar, los humilla reduciéndolos a meros monitores del avance de las clases por televisión.

Decía el Doctor Luis F. Aguilar que “una política pública es una acción con sentido”. En este caso, el sentido no es la educación, lo puede ser la reconciliación del Gobierno con los poderosos intereses de los consorcios dueños de las televisoras, lo puede ser la intención de reinstalar a la televisión como fuente ungida con valor educativo para así manipular a toda una generación, lo puede ser la reconfiguración del Sistema Educativo para prescindir de los recursos humanos que son una carga financiera considerable, pero que no nos digan que es la educación de nuestros hijos, de nuestros sobrinos o amigos; que no nos digan que es para apoyar a la población en medio de una crisis de salud que se les salió de las manos; sobre todo, que no nos digan que los apoyemos… no podemos ser cómplices suyos, amamos demasiado a nuestros alumnos, a nuestra profesión y a nuestro país para callarnos la boca.