Como comenté ayer, hace un par de años el fotógrafo xalapeño Luis Ayala me habló muy nostálgica y entusiastamente de su infancia. Hizo énfasis en sus vivencias con la gente de los circos que llegaban a Xalapa y eran alimentados por su madre en su modesta pero amorosa casa azul. «Esa es la parte más agradable de mi infancia —concluyó—, estoy escribiendo un texto que se llama La fraternidad del 77. El título me encanta, yo nací en el 66 y esto que te estoy platicando fue en el 77, además, la calle en la que vivía se llamaba Fraternidad y el número de mi casa era el 77, entonces estoy escribiendo todas esas memorias, esas historias diarias de mi infancia en un libro que espero terminar, no sé cuándo, pero me gustaría que fuera pronto».

La Fraternidad del 77 es la puerta de acceso a Circus, circus, el libro que acaba de ser publicado digitalmente por la Editora de Gobierno del Estado de Veracruz y puede descargarse gratuitamente en el sitio web de la casa editorial. En la entrega de ayer, publiqué la reciente conversación que tuve con el fotógrafo, en ésta, el texto introductorio del libro.

Circus, circus. Luis Ayala, 2019

La Fraternidad del 77

Luis Ayala

La casa es azul, de un azul de mar; es la número 77 en la calle Fraternidad, donde se desarrolla mi infancia. Es una época lúdica y de descubrimientos, de andar sin camisa tanto en el verano como en el otoño, jugar de sol a sol y saltar en los ríos de lluvia; con mis amigos y hermanas formamos una gran cofradía, la que he llamado La Fraternidad del 1977.

Es el despertar a la modernidad; los chiquillos nos apilamos en las ventanas de una que otra casa para ver la televisión, apenas se alumbran las calles, polvorientas y terrosas. Los pocos automóviles son largos y rugientes, se usan caballos y bicicletas. En este, mi mundo, el circo está todo el tiempo presente.

Hay registros de hace unos tres mil años, en Egipto, Grecia y China, de los inicios del circo; algunos historiadores aseguran que sus orígenes son en la Edad Media: en las cortes los «saltimbanqui» hacían malabares, «saltando el banco», entreteniendo a reyes y en las calles al populacho bajo.

En Roma el «Circus Maximus» fue un espectáculo que duró más de mil años, donde los grandes gladiadores luchaban contra animales exóticos, pero fue hasta 1768 —en Inglaterra— cuando el mayor Philip Astley montó un espectáculo a lomo de caballo y para diversificar puso música y payasos a su función, ahí es donde el circo empezó a tomar la forma que hoy se conoce.

En mi casa, la de la Fraternidad del 77 llegan los cirqueros, mi madre prepara comida para alimentarles, forma parte sustancial de la economía. Convivo a diario con payasos, malabaristas y enanos. A mis 10 años las mujeres que llegan son como diosas: altas, espigadas, con grandes cabelleras y maquillajes, envueltas en plumas, se pasean en lentejuela. Vuelan por el trapecio en las noches y por el día se bañan, peinan, se pintan las uñas, zurcen medias y vestuario, algunas hasta se recortan el cabello, todo eso pasa al interior de la casa azul.

Circus, circus. Luis Ayala, 2019

La hora de comer es una escena irreal, hay gente que ríe, habla a gritos con acento extraño, sudamericanos la mayoría, unos fuertes y vigorosos, otros despistados y delicados. Hay una familia de enanos, Tony —el jefe del clan— da instrucciones a su esposa y a sus dos pequeños de cómo a usar los tenedores. «El Guanaco» ya hizo algunas suertes con su compañero en el patio trasero, además de ser fotógrafo en el circo, es pulsador y malabarista.

Con mi hermana Alí, compañera de batallas, hemos bañado a un hipopótamo, eso nos da el pase en primera fila del espectáculo nocturno; esta vez no iremos a gradas y mucho menos a colarnos por abajo de la carpa.

Cuando la caravana marcha, Maní, el payaso venezolano, no puede seguirlos, su cansado camión no da para más; y el corazón de mi madre, que es más amplio que la casa, le da alojamiento por unos meses; su esposa es trapecista, con quien tiene dos hijos de 2 y 4 años. Ver a Maní transformarse de payaso a hombre me sobresalta, me agrada más cuando va por la casa en el personaje.

Hoy ese viejo mundo de la Fraternidad del 77 es un grato recuerdo, lejano y en blanco y negro, como una película de Federico Fellini.

En el circo Solari las cosas marchan, siempre en la gira. Por días, los artistas han preparado un gran espectáculo, el primer paso lo dan «El Negro» y sus ayudantes, quienes tiran de las cuerdas del mástil mayor, como el de un gran barco, elevan la casa, construyen el cielo. El circo ha llegado al pueblo, no muy diferente al de hace 40 años.

El sol es perezoso y de entre las sombras emerge una gran carpa multicolor que se abre para darme la bienvenida: voy en busca de esa infancia. «El Negro», capo del personal, sin camisa, grita buscando a sus trabajadores, han desaparecido, busca en las cajas de los trailers, sólo la Santa Muerte le acompaña deslumbrando en la cadena del pecho. El paisaje a su alrededor es una cama vieja, restos de comida y bebida, al fondo, sobre un remolque, media docena de animales de fibra de vidrio vigilan, no hay nadie, «El Negro» acaricia a un perro callejero que husmea en la casa montada.

Los artistas llegan por la tarde, silenciosos, nadie los imagina. Con el atardecer, se enciende el tendido de focos, la carpa se abre, engulle en sus fauces al público que busca en la penumbra su asiento, algunos niños buscan colarse por debajo de la carpa sin pagar boleto, como mis amigos de la Fraternidad 77.

Hoy por la mañana han bañado a los animales, quedaron lejos los elefantes de carne y hueso, leones, monos, camellos y el inmenso hipopótamo de piel sangrante y grandes fauces, hoy sólo son mudos testigos en el Solari, la modernidad y las leyes prodefensa animal los ha petrificado en fibra de vidrio.

Los artistas reciben al público con una sonrisa, la bellas trapecistas Marianela y Monserrat lucen un maquillaje espectacular, como las diosas de mi infancia. «Pantera Negra» estira y afloja músculos; los hermanos «Spider» se entrelazan y se pierden en un juego de mil manos mientras su papá se delinea el maquillaje y prepara el trapecio; Luis es mamá Tarzán y alimenta a la bebé que —a sus tres años— ya tiene impulsos equilibristas.

Circus, circus. Luis Ayala, 2019

La función se desarrolla con éxito, cambios de vestuario, el trapecista es pulsador y bailarín, las chicas, de mujeres fatales se transforman en hadas, un auto viejo es un gran robot, la vieja caja de camión es un camerino donde paso desapercibido, tantos días con ellos me he vuelto familiar, suben y bajan, corren, se desnudan y visten, van a la pista que los anuncia con bombo y platillo, el público aplaude cada acto, satisfechos con ese alimento, los artistas del Solari despiden al público en la puerta de la gran carpa.

Cae la noche y vuelvo a ser el infante, en un circo que agoniza, cada vez con menos recursos; les han quitado los animales con el argumento del maltrato, argumento que sirvió a partidos políticos más como botín disfrazado de sentimientos de benevolencia hacia las bestias. Sin embargo, eso no es impedimento para la creatividad de las estrellas del Solari, el maestro de ceremonias fue 20 años domador del circo Atayde, tuvo 20 leones a los que cuidaba y alimentaba, hoy un micrófono y su sapiencia conducen al público de la mano a reír y asombrarse; le enseña los secretos y la magia del circo a su hijo veinteañero.

Los circos en este joven siglo XXI viven una crisis, como muchas cosas en comparación de los años 70, el futuro es ahora, la modernidad les arrincona y amenaza con desaparecerlos, lo único que los mantiene son la ilusión, las sonrisas de los infantes y el asombro de los adultos que, como yo, nunca dejarán de ser niños inquietos, como esos chiquillos de la Fraternidad del 77.

 

Luis Ayala (foto Facebook de Luis Ayala)

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