«Ahora ya sé para qué vine al mundo, para estar aquí», con estas o similares palabras, y señalando el escenario, se presentó McCoy Tyner al público de Xalapa después de tocar la primera pieza de aquel histórico concierto del tercer Festival Internacional JazzUV. Unos meses antes, Miguel Cruz, entonces director del Centro de Estudios de Jazz, me había dado la noticia de que McCoy ya había confirmado su presencia en el festival. Y me lo dijo de sopetón, sin piedad alguna, como si no me estuviera diciendo que tendríamos en Xalapa al último sobreviviente de una agrupación que escribió varias de las páginas más gloriosas del jazz: el cuarteto de John Coltrane.

Me lo dijo como si nada, como si no me estuviera diciendo que veríamos en la Sala Grande del Teatro del Estado a uno de los pianistas más genuinos, más imprescindibles, más ejemplares de la historia de esta música «gracias a su incomparable mano izquierda y a su toque percusivo, elegante y meditabundo», según escribe Iker Seisdedos en el diario español El País.

Me lo dijo como si fuera cualquier cosa que iba a estar frente a nosotros el primer pianista de The Jazztet, la banda que formaron Benny Golson y Art Farmer en 1959, y que un año más tarde, en 1960, se integró al cuarteto de Coltrane y grabó el álbum My Favorite Things, y que en la pieza de Richard Rodgers que da título al disco, tocó un solo que sigue ocupando un lugar relevante en la memoria melómana de la humanidad. «Bastaría —continúa Seisdedos— el solo que Tyner despliega en ese tema para certificar su ingreso en el panteón de los pianistas. Su forma de atacar el instrumento, inspirado por las enseñanzas del jazz modal, en el que las capas de sonido van persiguiéndose sin llegar nunca a chocar, se distinguió desde el principio de su carrera de sus coetáneos, con una estética a la que permanecería fiel hasta el final». Me lo dijo como si no me estuviera hablando del pianista de A Love Supreme, ese salmo jazzístico que llevó al género a inéditos niveles espirituales. Como si no me estuviera hablando del pianista del que Coltrane dijo: «Tyner sostiene las armonías, lo cual me permite olvidarme de ellas».

Y aquello que parecía un sueño dejó de serlo la noche de noviembre de 2010 en la que McCoy Tyner apareció en la Sala Grande del Teatro del Estado como surgido de la chistera de un mago benefactor de la humanidad; traía, lo vi clarito, su más de medio siglo de jazz del de a de veras debajo de la manga, y en cuanto se sentó y colocó las manos en las teclas, ese jazz se derramó y le empapó los dedos y los hizo que llovieran notas que nos movieron, sacudieron, sedujeron, conmovieron. El sonido robusto, sólido, inquebrantable del contrabajo de Gerald Cannon, y el beat poderoso y contundente de los tambores y los platillos de Francisco Mela, alfombraron el camino de una música que nos llenó de azoro y nos condujo a lugares que jamás imaginamos que existieran.

McCoy, Gerald Cannon y Francisco Mela en el Tercer Festival Internacional JazzUV (foto: JazzUV)

Y de esas manos de Merlín chisporrotearon pirotecnias de virtuosismo, pero eso no era lo importante, el virtuosismo era apenas la herramienta para desparramar la experiencia y la sapiencia musicales, pero eso no era lo importante, esa experiencia y esa sapiencia eran siervas del swing más auténtico, del jazz más de a veras y eso era importante pero más importante era que ese jazz era emanación del alma, del corazón de un humano bienlogrado, de esos que, cuando lo abandonan, dejan al mundo mejor que como lo encontraron.

El pasado seis de marzo, en cuenta de Twitter del pianista apareció un mensaje indeseable: «McCoy fue un músico inspirado que dedicó su vida a su arte, su familia y su espiritualidad (…) La música y el legado de McCoy Tyner continuarán inspirando a sus fans y también a las generaciones venideras. La familia Tyner agradece el recuerdo y las oraciones en este momento difícil»

Ayer caminaba por Ávila Camacho, al pasar frente al Teatro del Estado escuché una música remota, me acerqué, me arrellané en el quicio del acceso, cerré los ojos, abrí los oídos y pude constatar que la inmensa sonoridad de aquella noche sigue vibrando en ese templo en el que McCoy ofició un sacramento que sigue moviéndonos, sacudiéndonos, seduciéndonos, conmoviéndonos. Y volvía a sentir mucha dicha y mucha gratitud, y pensé que a quienes participamos de esa noche, ahora sí, definitivamente irrepetible, ¿quién nos quita lo jazzeado?

 

 



 

 

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