«Sergio Pitol —escribe Elena Poniatowska en el prólogo del libro Wislawa Szymborska. Poesía no completa. (FCE, 2002)—, nombra el primer establecimiento que se abrió entre los escombros de Varsovia después de la Segunda Guerra Mundial: una florería. Así imagino a Wislawa Szymborska, surgiendo solitaria entre la neblina de un nuevo amanecer de cenizas y diamantes como en la película de Wajda.

«Isaac Babel narra que los jinetes polacos cargaban a galope tendido contra los tanques blindados alemanes. Así veo a Wislawa Szymborska, sobre un maravilloso caballito polaco, lanza en mano, desafiante de ideologías y consignas, mientras la trepidación humana hace que unos hombres conduzcan tanques de guerra para destruir a otros. Szymborska siempre ha defendido la subjetividad frente al adoctrinamiento masivo».

El sábado pasado, uno de febrero, se cumplieron ocho años del fallecimiento de la primera escritora polaca en obtener el Premio Nobel de Literatura, Wislawa Szymborska. Prácticamente dos años después, el 25 de enero de 2014, murió José Emilio Pacheco. Acaso la proximidad de los aniversarios luctuosos, acaso una real coincidencia, me impele a verlos como planos paralelos. José Emilio escribió:

Aceleración de la historia

Escribo unas palabras
y al mismo
ya dicen otra cosa
significan
una intención distinta
son ya dóciles
al Carbono 14
Criptogramas
de un pueblo remotísimo
que busca
la escritura en tinieblas.

Y Szymborska:

Las tres palabras más extrañas

Cuando pronuncio la palabra Futuro,
la primera sílaba pertenece ya al pasado.

Cuando pronuncio la palabra Silencio,
lo destruyo.

Cuando pronuncio la palabra Nada,
creo algo que no cabe en ninguna no-existencia.

Cuales vasos comunicantes, el mexicano y la polaca coinciden a menudo temática y estilísticamente, pero más importante, comparten la virtud de elegir las palabras precisas para hacer de la brevedad un prodigio o, mejor, de colectarlas en el camino de la cotidianidad, desempolvarlas y devolverlas al habla con una apariencia que no conocíamos.

En su discurso de aceptación del Premio Nobel (1996), la poeta afirmó:

«El mundo, a pesar de cualquier cosa que podamos pensar sobre él, espantados por su inmensidad y nuestra impotencia ante él, amargados por su indiferencia frente a los sufrimientos particulares de la gente, de los animales y tal vez de las plantas —ya que ¿de dónde proviene la certeza de que las plantas están libres de sufrimientos?—; a pesar de cualquier cosa que pensemos sobre sus espacios atravesados por la radiación de las estrellas, alrededor de las cuales se empieza a descubrir algunos planetas —¿ya muertos?, ¿todavía muertos?, no se sabe—; a pesar de cualquier cosa que pensáramos sobre este teatro inmenso, para el cual tenemos un billete de entrada pero su vigencia es ridículamente corta, limitada por dos fechas decisivas; a pesar de no sé qué cosa más que pudiéramos pensar sobre este mundo: es asombroso.

«Pero en la expresión asombroso se esconde una trampa lógica. Nos causa asombro lo que sobresale de la norma conocida y comúnmente aceptada, de una obviedad a la cual estamos acostumbrados. Pues bien, un mundo así, obvio, no existe. Nuestro asombro es autónomo y no procede de ninguna comparación de ningún tipo.

«De acuerdo, en el habla cotidiana, la cual no recapacita sobre cada palabra, usamos expresiones como la vida común, los acontecimientos comunes… Sin embargo, en la lengua de la poesía, donde se pesa cada palabra, ya nada es común. Ninguna piedra y ninguna nube sobre esa piedra. Ningún día y ninguna noche que le suceda. Y sobre todo, ninguna existencia particular en este mundo.

«Todo indica que los poetas tendrán siempre mucho trabajo.»

En el libro Sal, de 1962, publicó los versos que deberían inscribirse en su lápida:

Epitafio

Aquí yace, como la coma anticuada,
la autora de algunos versos. Descanso eterno
tuvo a bien darle la tierra, a pesar de que la muerta
con los grupos literarios no se hablaba.
Aunque tampoco en su tumba encontró nada
mejor que una lechuza, jacintos y este treno.
Transeúnte, quita a tu electrónico cerebro la cubierta
y piensa un poco en el destino de Wislawa.

En el mismo volumen aparece Sueño, poema cuya última estrofa evidencia el contraste:

Nos acercamos el uno al otro. No sé si llorando,
o acaso sonriendo. Un paso más
y escucharemos juntos tu concha marina,
y en ella, qué murmullo de miles de orquestas,
qué marcha nupcial la nuestra.

La voz de Wislawa Szymborska es siempre esa dualidad entre el treno del sepulcro y el murmullo de miles de orquestas en el interior de una concha marina, la emergencia «solitaria entre la neblina de un nuevo amanecer de cenizas y diamantes». Sean sus propias letras las que testimonien sus facetas y las que nos sirvan para honrarla a ocho años de su partida.

Planeo el mundo

Planeo el mundo, segunda edición,
segunda edición, corregida,
como risa para los idiotas
llanto para los melancólicos,
peine para los calvos,
zapatos para los perros.

He aquí el capítulo:
Lenguaje de los Animales y las Plantas,
y junto a cada especie
su respectivo diccionario.
Hasta un simple buenos días
intercambiado con un pez
tanto a ti como al pez y a todos
los reafirma en la vida.

¡Esa desde antaño presentida
y de repente real
improvisación de las palabras por el bosque!
¡Esa épica de lechuzas!
¡Esos aforismos del erizo
compuestos justo
cuando estamos convencidos
de que, nada, solo duerme!

El tiempo (capitulo segundo)
tiene derecho a entrometerse
en todo, lo malo y lo bueno.
Sin embargo, ese triturador de montes,
desplazador de océanos,
presente en el girar de los astros,
no tiene el menor poder
sobre los amantes, pues están tan desnudos,
tan abrazados, con el alma aguzada
como un gorrión en el hombro.

La vejez es solo una moraleja
en la vida de un criminal.
Así pues, ¡todos son jóvenes!
El sufrimiento (capítulo tercero)
no ultraja al cuerpo.
La muerte
llega cuando duermes.
Y sueñas
que para nada necesitas respirar,
que el silencio sin aliento
es buena música,
que eres pequeño como una chispa
y a ese compás te apagas.

Solo una muerte así. Sentiste más
dolor sujetando una rosa entre los dedos,
Y mucho más terror
al ver caer un pétalo a la tierra.

Y solo un mundo así. Solo vivir
así. Y morir solo tanto.
Y todo lo demás, como Bach
tocado de momento
en un serrucho.

 

Una del montón

Soy la que soy.
Casualidad inconcebible
como todas las casualidades.

Otros antepasados
podrían haber sido los míos
y yo habría abandonado
otro nido,
o me habría arrastrado cubierta de escamas
de debajo de algún árbol.

En el vestuario de la naturaleza
hay muchos trajes.
Traje de araña, de gaviota, de ratón de monte.
Cada uno, como hecho a la medida,
se lleva dócilmente
hasta que se hace tiras.

Yo tampoco he elegido,
pero no me quejo.
Pude haber sido alguien
mucho menos individuo.
Parte de un banco de peces, de un hormiguero, de un enjambre,
partícula del paisaje sacudida por el viento.

Alguien mucho menos feliz,
criado para un abrigo de pieles
o para una mesa navideña,
algo que se mueve bajo el cristal de un microscopio.

Árbol clavado en la tierra,
al que se aproxima un incendio.

Hierba arrollada
por el correr de incomprensibles sucesos.

Un tipo de mala estrella
que para otros brilla.

¿Y si despertara miedo en la gente,
o sólo asco
o sólo compasión?

¿Y si hubiera nacido
no en la tribu debida
y se cerraran ante mí los caminos?

El destino, hasta ahora,
ha sido benévolo conmigo.

Pudo no haberme sido dado
recordar buenos momentos.

Se me pudo haber privado
de la tendencia a comparar.

Pude haber sido yo misma, pero sin que me sorprendiera
lo que habría significado
ser alguien completamente diferente.

 

Discurso en el depósito de objetos perdidos

Perdí algunas diosas en el camino de sur a norte,
y también muchos dioses en el camino de este a oeste.
Se me apagaron para siempre un par de estrellas, ábrete cielo.
Se me hundió en el mar una isla, otra.
Ni siquiera sé exactamente dónde dejé las garras,
quién trae mi piel, quién vive en mi concha.
Mis hermanos murieron cuando me arrastré a la orilla
y sólo algún huesito celebra en mí ese aniversario.
Salté de mi pellejo, perdí vértebras y piernas,
me alejé de mis sentidos muchísimas veces.
Desde hace mucho cerré mi tercer ojo ante todo esto,
me despedí de todo con la aleta, me encogí de ramas.
Se esfumó, se perdió, se dispersó a los cuatro vientos.
Yo misma me sorprendo de mí misma, de lo poco que quedó
de mí:
un individuo aislado, del género humano por ahora,
que sólo perdió su paraguas ayer en el tranvía.

 

La mujer de Lot

Tal vez miré hacia atrás por curiosidad.
Pero además de curiosidad pude tener otras razones.
Miré hacia atrás porque me dio tristeza la escudilla de plata.
Por distracción: amarrándome el cordón de la sandalia.
Para no mirar más la nuca justa
de mi marido, Lot.
Por la seguridad repentina de que si yo muriera,
él no se detendría
Por la desobediencia natural de los humildes.
Escuchando cómo nos perseguían.
Conmovida por el silencio, pensando que Dios cambiaría de idea.
Nuestras dos hijas se perdían ya tras la colina.
Sentí la vejez en mí. El alejamiento.
Lo inútil de viajar. Sueño.
Miré hacia atrás mientras ponía mi hatillo en el suelo.
Miré hacia atrás preocupada por el siguiente paso.
En mi camino aparecieron serpientes,
arañas, ratones de campo y polluelos de buitre.
Ni buenos, ni malos; simplemente lo vivo, todo,
brincaba y se arrastraba por un temor colectivo.
Miré hacia atrás por soledad.
Por la vergüenza de huir a escondidas.
Por las ganas de gritar, de regresar.
O porque justo entonces se soltó el viento,
desató mi pelo y me levantó el vestido.
Sentí que me veían desde los muros de Sodoma
y se morían de risa, una y otra vez.
Miré hacia atrás llena de rabia.
Para gozar plenamente su ruina.
Miré hacia atrás por todas las razones mencionadas.
Miré hacia atrás sin querer.
Fue sólo que una roca giró gruñendo bajo mis pies.
Que una grieta de pronto me cortó el paso.
En la orilla un hámster agitaba las patas delanteras.
Y entonces ambos miramos hacia atrás.
No, no. Yo seguí corriendo, arrastrándome y trepando
hasta que la oscuridad cayó del cielo,
y con ella grava ardiendo y aves muertas.
Por falta de aliento varias veces perdí el equilibrio.
Si alguien me hubiera visto, pensaría que bailaba.
Es posible que haya tenido los ojos abiertos.
Que haya caído mirando hacia la ciudad.

 

Bajo una pequeña estrella

Que me disculpe la coincidencia por llamarla necesidad.
Que me disculpe la necesidad, si a pesar de ello me equivoco.
Que no se enoje la felicidad por considerarla mía.
Que me olviden los muertos que apenas si brillan en la memoria.
Que me disculpe el tiempo por el mucho mundo pasado
por alto a cada segundo.
Que me disculpe mi viejo amor por considerar al nuevo
el primero.
Perdonadme, guerras lejanas, por traer flores a casa.
Perdonadme, heridas abiertas, por pincharme en el dedo.
Que me disculpen los que claman desde el abismo el disco
de un minué.
Que me disculpe la gente en las estaciones por el sueño
a las cinco de la mañana.
Perdóname, esperanza acosada, por reírme a veces.
Perdonadme, desiertos, por no correr con una cuchara de agua.
Y tú, gavilán, hace años el mismo, en esta misma jaula,
inmóvil mirando fijamente el mismo punto siempre,
absuélveme, aunque fueras un ave disecada.
Que me disculpe el árbol talado por las cuatro patas de la mesa.
Que me disculpen las grandes preguntas por las pequeñas
respuestas.
Verdad, no me prestes demasiada atención.
Solemnidad, sé magnánima conmigo.
Soporta, misterio de la existencia, que arranque hilos de tu cola.
No me acuses, alma, de poseerte pocas veces.
Que me perdone todo por no poder estar en todas partes.
Que me perdonen todos por no saber ser cada uno de ellos,
cada una de ellas.
Sé que mientras viva nada me justifica
porque yo misma me lo impido.
Habla, no me tomes a mal que tome prestadas palabras patéticas
y que me esfuerce después para que parezcan ligeras.

 

Negativo

En un cielo pardo
una nube más parda todavía
y el negro círculo del sol.

A la izquierda, es decir a la derecha,
la blanca rama de un cerezo con sus negras flores.

En tu oscuro rostro blancas sombras.
Te sentaste a la mesa
y pusiste en ella tus agrisadas manos.

Pareces un espíritu
que intenta invocar a los vivos.

(Como aún me cuento entre ellos
debería cobrar presencia y dar unos golpes:
buenas noches, es decir, buenos días,
adiós, mejor dicho, bienvenido.
Y no escatimarle preguntas a ninguna respuesta
si el sujeto es la vida
o, lo que es lo mismo, la tormenta que precede a la calma).

 

 

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