El 25 de enero de 2014, tras escribir su columna Inventario (que publicó puntualmente en la revista Proceso desde 1973), irónicamente dedicada al deceso, ocurrido 11 días antes, de su gran amigo, el poeta argentino Juan Gelman, José Emilio Pachecho tropezó con una pila de libros que tenía en el piso de su estudio. No perdió la consciencia pero no pudo levantarse. Cuando llegó Cristina, no sé si llamó a una ambulancia o lo llevó personalmente, pero ese día se quedó hospitalizado en el Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán
Al día siguiente, su hija Laura Emilia notificó su deceso, «Se fue muy tranquilo —anotó—, se fue en paz; murió en la raya como él hubiera querido».
Conocemos a José Emilio como un gran escritor, su vasta obra —en la que poesía, cuento, novela y ensayo coexisten con lúcidos artículos, textos periodísticos e impecables traducciones— lo constata; pero fue, ante todo, un obrero de la palabra escrita. Gabriel Zaid escribió:
«Cuando tantos que escriben no están dispuestos a revisar ni sus propios textos; cuando tantos que editan no leen lo que publican; cuando parece no importarle a nadie que los libros, revistas y páginas culturales lleguen hasta el lector con todo tipo de descuidos, hay que admirar y agradecer el amor al oficio y a los textos ajenos que demostró Pacheco, siguiendo a Alfonso Reyes, Octavio Paz, Juan José Arreola y Antonio Alatorre. Hizo talachas a las que nunca ‹descenderían› hoy muchos becarios, periodistas culturales e investigadores que tienen cosas más importantes que hacer que cuidar los intereses del lector anónimo».
Lo mismo señala Enrique Krauze:
«Aunque era un maestro cautivante y un conversador amenísimo, su vocación era llegar al público, no solo al lector especializado sino al lector común, que a lo largo de varias décadas acumuló, semana tras semana, las hojas de su ‹Inventario› por donde desfilaban anécdotas, episodios, biografías, obituarios, recuerdos, escenas de la vida cultural mexicana y universal, vistas siempre bajo ángulos desconocidos o insólitos».
«Antes que nada —observa la poeta Pura López Colomé—, José Emilio representa al gran romántico del siglo XXI, en el sentido más wordsworthiano y más yeatsiano de la palabra, es decir, según lo que ambos poetas describieron como sus ideales. Estamos ante un hombre que les habla a los hombres en un lenguaje carente de artificios o de excesiva filigrana y verdaderamente empleado por ellos, comunicándoles un propósito que espontáneamente rebosa sentimientos poderosos; y que se concibe, con toda modestia, como un simple traductor de lo que le es dado percibir».
En el mismo texto, Krauze afirma:
«José Emilio era singularmente caballeroso pero no por un cuidado artificial de las formas sino por una actitud que debió venirle de muy atrás, del México que añoró siempre, una actitud que cabe en una noble palabra ahora en desuso: la palabra decencia. José Emilio era, ‹en el buen sentido de la palabra, bueno›».
Tan noble era, tan cortés, tan bueno, que en su primer poemario, Los elementos de la noche (1963), incluyó un soneto que, si bien está dedicado a Rosario Castellanos, pareciera estar escrito para que, ante su ausencia, sintamos que gracias a nosotros sigue despierto. La mejor manera de agradecerle y de honrarlo, es leyéndolo.
PRESENCIA
Homenaje a Rosario Castellanos
¿Qué va a quedar de mí cuando me muera
sino esta llave ilesa de agonía,
estas pocas palabras con que el día
dejó cenizas de su sombra fiera?
¿Qué va a quedar de mí cuando me hiera
esa daga final? Acaso mía
será la noche fúnebre y vacía
que vuelva a ser de pronto primavera.
No quedará el trabajo, ni la pena
de creer y de amar. El tiempo abierto,
semejante a los mares y al desierto,
ha de borrar de la confusa arena
todo lo que me salva o encadena.
Más si alguien vive yo estaré despierto.
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