En 1963, Elena Garro publicó su novela Los recuerdos del porvenir. Casi tres décadas después, Joaquín Sabina escribió la pieza Con la frente marchita, uno de cuyos versos dice: «No hay nostalgia peor que añorar lo que nunca jamás sucedió». Más elaborado, Borges, artífice de lúcidos oxímoros, en su soneto Everness habla de la «profética memoria» de Dios (Sólo una cosa no hay, es el olvido. / Dios que salva el metal, salva la escoria / y cifra en su profética memoria / las lunas que serán y las que han sido). Sé que estoy poniendo harinas variopintas en un solo costal, lo hago para destacar que hay territorios comunes a varios escritores —y, en este caso, a un compositor de música popular—. La improbable dialéctica cuyas diversas versiones he citado, también aparece en el discurso que pronunció la escritora polaca Olga Tokarczuk cuando recibió el Premio Nobel de Literatura 2018 (le fue entregado en 2019 por las razones que conocemos).

Tokarczuk inicia su texto, al que tituló El narrador tierno, recordando la primera fotografía de la que tuvo consciencia: un retrato en blanco y negro de su madre, tomado cuando la escritora no solo era nonata sino, acaso, inconcebida.

En la imagen, la madre aparece sentada al lado de uno de esos radios que constaban de un cuadrante y dos botones, uno de encendido y control de volumen, y otro que servía para sintonizar las estaciones. La mirada de la mujer está fija en un punto indeterminado que no aparece en la fotografía, su expresión es de tristeza

«Cuando era niña —narra la escritora—, imaginaba que lo que estaba sucediendo era que ella estaba mirando el tiempo. Nada sucede realmente en la imagen: es una fotografía de un estado, no un proceso. La mujer está triste, aparentemente perdida en sus pensamientos.

«Cuando más tarde le pregunté acerca de esa tristeza, lo cual hice en numerosas ocasiones, siempre buscando la misma respuesta, mi madre dijo que estaba triste porque yo aún no había nacido, pero ya me extrañaba.

«‹¿Cómo puedes extrañarme cuando todavía no estoy allí?›, le preguntaba.

Sabía que extrañas a alguien que has perdido, que el anhelo es un efecto de pérdida.

«‹Pero también puede funcionar al revés›, respondió. «‹Extrañar a una persona significa que está allí›.

«Este breve intercambio, en algún lugar del campo del occidente de Polonia a finales de los años sesenta, un intercambio entre mi madre y yo, su pequeña hija, siempre ha permanecido en mi memoria y me ha dado una fuerza que me ha durado toda mi vida. Porque elevó mi existencia más allá de la materialidad ordinaria del mundo, más allá del azar, más allá de la causa y el efecto y las leyes de la probabilidad. Ella colocó mi existencia fuera del tiempo, en la dulce vecindad de la eternidad. En la mente de mi hijo entendí que había más de lo que había imaginado antes. Y que incluso si dijera: ‹Estoy perdido›, entonces todavía comenzaría con las palabras ‹Yo soy›, el conjunto de palabras más importantes y extrañas del mundo.

«Y así, mi madre, una joven que nunca fue religiosa me dio algo que alguna vez se conoció como un alma, y me proporcionó el narrador más tierno del mundo».

Unos años más tarde, la mujer del retrato le leía cuentos de hadas.

«En uno de ellos —continúa—, de Hans Christian Andersen, una tetera que había arrojado al basurero se quejó de lo cruel que había sido tratada por la gente, porque la desecharon tan pronto se rompió su asa. Pero si no fueran perfeccionistas, tan exigentes, podría haber sido útil para ellos. Otros objetos rotos recogieron su melodía y contaron historias verdaderamente épicas de sus pequeñas y modestas vidas como objetos.

«Cuando era niña, escuchaba estos cuentos de hadas con las mejillas sonrojadas y lágrimas en los ojos. Creía profundamente que los objetos tenían sus propios problemas y emociones, así como una especie de vida social comparable a la humana. Los platos de la cómoda podían hablar entre sí, y las cucharas, cuchillos y tenedores en el cajón formaban una especie de familia. Del mismo modo, los animales eran criaturas misteriosas, sabias y conscientes de sí mismas con quienes siempre habíamos estado conectados por un vínculo espiritual y una similitud profundamente arraigada. Los ríos, los bosques y las carreteras también tuvieron su existencia: seres vivos que mapearon nuestro espacio y crearon un sentido de pertenencia, un enigmático Raumgeist. El paisaje que nos rodeaba también estaba vivo, al igual que el Sol y la Luna, y todos los cuerpos celestes, todo el mundo visible e invisible.

«¿Cuándo comencé a tener dudas? Estoy tratando de encontrar el momento en mi vida cuando con solo pulsar un interruptor todo se volvió diferente, menos matizado, más simple. El susurro del mundo quedó en silencio, para ser reemplazado por el estruendo de la ciudad, el murmullo de las computadoras, el trueno de los aviones que sobrevolaban el cielo y el ruido blanco y agotador de los océanos de información (…)

«El mundo se está muriendo y no lo notamos. No vemos que el mundo se está convirtiendo en una colección de cosas e incidentes, una extensión sin vida en la que nos movemos perdidos y solitarios, arrojados aquí y allá por las decisiones de otra persona, limitados por un destino incomprensible, una sensación de ser el juguete de Las principales fuerzas de la historia o el azar. Nuestra espiritualidad se está desvaneciendo o se está volviendo superficial y ritualista. O bien, nos estamos convirtiendo en seguidores de fuerzas simples: físicas, sociales y económicas que nos mueven como si fuéramos zombies. Y en un mundo así somos realmente zombies.

«Es por eso que anhelo ese otro mundo, el mundo de la tetera».

La última línea de la primera parte, «Y así, mi madre, una joven que nunca fue religiosa me dio algo que alguna vez se conoció como un alma, y me proporcionó el narrador más tierno del mundo», le sirve de premisa para declarar su afiliación a la ternura.

«Crear historias significa dar vida constantemente a las cosas, dar existencia a todas las pequeñas partes del mundo que están representadas por las experiencias humanas, las situaciones que las personas han sufrido y sus recuerdos. La ternura personaliza todo con lo que se relaciona, lo que hace posible darle una voz, darle el espacio y el tiempo para que exista y se exprese. Es gracias a la ternura que la tetera comienza a hablar.

«La ternura es la forma más modesta de amor. Es el tipo de amor que no aparece en las Escrituras o en los evangelios, nadie lo jura, nadie lo cita. No tiene emblemas o símbolos especiales, ni conduce a la delincuencia ni a la envidia inmediata.

«Aparece donde miramos de cerca y con cuidado a otro ser, a algo que no es nuestro ‹yo›.

«La ternura es espontánea y desinteresada; va mucho más allá del sentimiento de empatía. En cambio, es el compartir consciente, aunque quizás un poco melancólico, del destino común. La ternura es una profunda preocupación emocional por otro ser, su fragilidad, su naturaleza única y su falta de inmunidad al sufrimiento y los efectos del tiempo. La ternura percibe los lazos que nos conectan, las similitudes y la similitud entre nosotros. Es una forma de mirar que muestra al mundo como vivo, interconectado, cooperando y codependiente de sí mismo.

«La literatura se basa en la ternura hacia cualquier ser que no sea nosotros. Es el mecanismo psicológico básico de la novela. Gracias a esta herramienta milagrosa, el medio más sofisticado de comunicación humana, nuestra experiencia puede viajar a través del tiempo llegando a aquellos que aún no han nacido, pero que algún día recurrirán a lo que hemos escrito, las historias que contamos sobre nosotros mismos y nuestro mundo.

«No tengo idea de cómo será su vida, ni quiénes serán. A menudo pienso en ellos con un sentimiento de culpa y vergüenza.

«La emergencia climática y la crisis política en la que ahora estamos tratando de encontrar nuestro camino, y que estamos ansiosos por oponernos al salvar al mundo, no han salido de la nada. A menudo olvidamos que no son solo el resultado de un giro del destino o del destino, sino de algunos movimientos y decisiones muy específicos, económicos, sociales y que tienen que ver con la perspectiva mundial (incluidos los religiosos). La avaricia, la falta de respeto a la naturaleza, el egoísmo, la falta de imaginación, la rivalidad interminable y la falta de responsabilidad han reducido el mundo al estado de un objeto que se puede cortar en pedazos, agotar y destruir.

Por eso creo que debo contar historias como si el mundo fuera una entidad viva y única, formándose constantemente ante nuestros ojos, y como si fuéramos una parte pequeña y al mismo tiempo poderosa de él».

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Versión en español tomada del portal WMagazín.

 

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