Un tema recurrente de la ciencia política es la relación entre legalidad y legitimidad, sobre todo cuando se plantea en momentos o situaciones extremas donde un mandatario o una autoridad es rechazada por una gran parte de la población ya sea por la forma en la que llegó al poder o cargo, o bien por la forma en la que ejerce su mandato, dando como resultado un enojo o frustración tal que incluso pueda llegar a una revolución para que los ciudadanos, el pueblo, remuevan a un mandatario ilegítimo o autoritario.

Los estados de derecho resuelven, en principio, estas situaciones por medio de las reglas de la democracia y de la norma constitucional a fin de encauzar por vía legal las situaciones cuando una autoridad se vuelve un peligro para las mismas instituciones o bien viola derechos constitucionales y humanos.

Este es el caso de lo que hemos presenciado en Veracruz. Una autoridad, un órgano constitucional, que se convirtió en un instrumento de un particular, de un interés privado o particular, y que es utilizado como un coto de poder personal y político de una sola persona o grupo de personas. Y todavía más cuando ese órgano tiene el monopolio de la acción penal.

En Veracruz habíamos caído en la peligrosa situación de tener a una de las instituciones más importantes y poderosas de un Estado, en manos de un grupo de personas con un fin particular, privado y político. Y esa situación era lo que hacía ilegítimo al titular de la misma, por más que en la forma haya llegado legalmente a ocupar esa posición.

El Estado moderno de derecho se basa en un equilibrio de poderes, en pesos y contrapesos, a partir de un diseño institucional que busca garantizar las libertades de los ciudadanos. La democracia en ese sentido no es solamente elecciones libres y respetadas, sino una ingeniería constitucional que busca dar cauce a situaciones que, por una u otra razón, se han vuelto ilegales o ilegítimas, y busca sobre todo detener el ejercicio arbitrario y autoritario de un poder o de una institución.

Desde luego que en el estado de derecho se deben respetar las formas y la legalidad, pero me parece que en México hemos exagerado nuestro diseño, en esta búsqueda de pesos y contrapesos, al dotar de autonomías mal concebidas a instituciones que pueden volverse un peligro no sólo para un buen funcionamiento de áreas encargadas de garantizar derechos, sino para proteger las libertades y derechos de las personas. Más aún cuando ese órgano ha sido usurpado por un interés particular o personal y peor cuando se trata de una herramienta fundamental como lo es la procuración de la justicia, la acción penal, es decir, la capacidad de acusar y procesar a una persona.

Por todo ello me parece interesante el caso de Veracruz porque no deberíamos verlo como un tema político, sino como un consenso que iba más allá de grupos y filias políticas, el de proteger a los ciudadanos de un uso particular de la procuración de justicia. Un fiscal que respondía a las órdenes de un hombre, de una familia y de un pequeño grupo, amenazaba no solamente a un gobierno, amenazaba a toda la sociedad, a las instituciones, al estado de derecho, a la democracia, y principalmente a la libertad e integridad de todos y todas, de cada una y de cada uno de los veracruzanos.

Hemos salido afortunadamente de uno de los peligros más desafiantes que ha vivido Veracruz en los últimos años: la apropiación personal y privada de una institución pública, el uso privado y particular del ejercicio de la acción penal contra los ciudadanos.

Hoy nos deberíamos sentir liberados y a salvo de ese peligro.