PLEGARIA
Señor, salva este momento.
Nada tiene de pródigo o milagro
como no sea una sospecha
de inmortalidad, un aliento
de salvación. Se parece
a tantos otros momentos…
Pero está aquí entre nosotros
y crece como una luz amarilla
de sol y de encendidos limones
—y sabe a mar, a manos amadas…
David Huerta
A las siete de la tarde con veintisiete minutos cayeron tres goterones robustos, rozagantes, sanotes como ellos solos. Cualquiera que haya vivido más de siete días en Xalapa sabe que siempre llegan de avanzada, lo que ignoro es si los mandan a limpiar el terreno en el que se librará la batalla, a dar aviso a los mortales automóviles para que corran a resguardarse, o simplemente son gotas nerviosas que no soportan la ansiedad y se lanzan al vacío antes que sus compañeras. Unos segundos después cayeron diecisiete, después doscientas treinta y nueve, las siguientes ya no pude contarlas. Cinco minutos después, a las siete treinta y dos, ya era un aguacero hecho y derecho plantado en la frontera exacta que dividía la tarde de la noche del jueves trece de junio.
El recién estrenado Foro de Difusión Cultural —localizado en el patio del viejo edificio de la calle Juárez—, ya estaba bien guapo, se había puesto su traje negro de gala y lucía, a manera de corbata, una mampara con el logotipo de la dependencia. Las sillas estaban bien formaditas en espera de albergar las partes que les dan sentido.
La primera jam session del espacio estaba programada a las veinte horas de ese día. La sesión sería abierta por Orbis Tertius con un par de flamantes invitados: Tim Mayer, docente de JazzUV, y Víctor Mendoza, uno de los jazzistas mexicanos más connotados en el ámbito de eso que han dado en llamar jazz latino, aunque no haya sido la música preferida de Cicerón o de Julio César.
Llegué temprano para saludar a los músicos y conseguir un buen lugar. El escenario ya portaba, orgulloso, las congas de Javier Cabrera y estaban por subir el vibráfono de Víctor. Tras la segunda descarga de gotas, conociendo a los chaneques chocarreros de Xalapa, los responsables del montaje corrieron a retirarlo todo y aquello era un hervidero de manos que levantaban sillas y piernas presurosas en busca del albergue del alero.
Miré al cielo para entretener la vista y atisbé un rostro con expresión de «¿y ahora qué?» y una sonrisa de resignación forzada. Era Rafael Alcalá, el director de Difusión Cultural. Cuando subí a saludarlo, disertaba con algunos de sus colaboradores para tratar de discernir qué procedía. Alguien dijo que había que esperar, que quizá pasara pronto. Otro más, que acaso amainara un rato pero volviera por sus fueros a mitad de la tocada.
A las siete cuarenta y seis, se tomó una drástica decisión: había que sacar las camionetas del lobby para realizar el concierto ahí. Cuando subí, ya estaba despejada el área y con la misma diligencia con la que retiraron las sillas, los mismos hombres colocaban los instrumentos. Unos minutos después vi entrar a Víctor con retazos de aguacero enredados el pelo, embarrados en las solapas, descendiendo por el estuche de las baquetas cuales líquidos reptiles que se frenaban en la base, donde esperaban su turno para vivir la suerte de las gotas de Cortázar: «Está prendida con todas las uñas, no quiere caerse y se la ve que se agarra con los dientes, mientras le crece la barriga; ya es una gotaza que cuelga majestuosa, y de pronto zup, ahí va, plaf, deshecha, nada, una viscosidad en el mármol».
Todos tenemos pequeños rituales secretos, uno de los míos —lo revelo confiando en su discreción— consiste en ir al baño antes y después de cada concierto. Cuando estaba realizando el acto imprescindible que me condujo al aséptico recinto, mis ojos se toparon con una placa de acero bruñido sobre la que se había grabado un mensaje trascendente: «Cada mingitorio seco de Helvex contribuye al ahorro de aprox. 164,000 lts de agua al año. Así ayudamos a la preservación de nuestros recursos naturales». ¿Cuándo inventará Helvex los escenarios secos?, pensé mientras subía la escalera.
Ya iban a dar las ocho, la improvisada sala de conciertos albergaba una multitud de húmedas presencias que se disponían a participar de ese rito de invención fugaz, de alteración de los sentidos, que llamamos jazz. A las ocho en punto, el cielo se había deshidratado por completo y se mostraba más impoluto y seco que un mingitorio Helvex. Quien haya vivido al menos seis días con diecinueve horas en Xalapa, sabe que se trataba de una tregua, en apenas dieciséis minutos se pertrechó con millones de nuevas gotas y las ametralló impío, ya sin preámbulo ni miramiento. Pero al jazz no lo agua nadie y los contratiempos, lo sabemos, figuran entre sus principales nutrientes. A las ocho con diecisiete, Alcalá tomó el micrófono y dio una breve bienvenida que concluyó diciendo: «es un gusto recibir aquí, con el agua de Xalapa, al maestro Víctor Mendoza y a Orbis Tertius, que comience el jam».
El güiro, con sus provocaciones rítmicas, sonsacó a las baquetas y las señoritas de cabeza celeste hicieron un recorrido suave sobre las láminas de aluminio provocando un sonido pueril pero enjundioso. El sax tenor y el barítono, convocados por la melodía naciente, aportaron sus campanas para triplicarla, para que tuviera tres maneras de decirse o de darse al mundo o simplemente de sobrevolar los anhelos de los espectadores. Y fue creciendo de a poquito pero sin pausa y sin regreso, y se convirtió en una hembra seductora que, cuando llegó a la cima de sí misma, se difuminó en el aire para que el vibráfono iniciara el primero de muchos soliloquios. Y entonces las baquetas, ya sin timidez ni recato, bailaron una danza cada vez más provocativa sobre la pista de metal vibrante que, nerviosa, subía y bajaba para que su voz fuera más grande. Luego el barítono profirió un historia con la agudeza de su voz y los malabares de sus llaves. Después el tenor desparramó un montón de notas saltarinas que salpicaban por todos lados como canicas enloquecidas. Y luego el piano hizo lo suyo, y luego el bajo y después las percusiones.
Y cuando me di cuenta, ya no era lluvia la que caía del cielo, era un oleaje de vibrante mar Caribe el que expulsaban, frenéticas, las gárgolas, y rebotaba en el patio y se esparcía, pródigo, entre una audiencia contaminada de su rítmico fluir, de su sabor a caña, a negritud desaforada, a excitante movimiento que conduce a la dicha al filo de su propio abismo. Cuando terminó la pieza, elevé al cielo empantanado la plegaria de David Huerta: Señor, salva este momento.
Una jam es una reunión de trotamundos que coinciden en un punto del universo, encienden una hoguera y se sientan en torno a ella para intercambiar sus historias, las vicisitudes de sus travesías, los más hondos misterios de sus sueños. Tres piezas interpretó Orbis Tertius con sus invitados, las tres tenían salpicaduras del piano destartalado de la infancia de José Miguel Flores; de las bandas de la región del valle oaxaqueño en las que Arodi Martínez dio sus primeros soplidos; de las fiestas familiares y los discos del padre de Jorge Gamboa; de las bandas xalapeñas de rock de los ochenta y principios de los noventa en las que Roli Alarcón hizo sus pininos; de las enseñanzas de Taumbú, de Zimbo Abuba Baba, de todo el recorrido que ha hecho Javier Cabrera por los ritmos afroantillanos; de la colecta de concepciones musicales que ha hecho Tim Mayer en los cruceros y en sus recorridos por Cabo Verde, Portugal, Guinea-Bissau y Tenerife; de las complicidades que ha entablado Víctor Mendoza, en todo el mundo, con las grandísimas estrellas de ese que han llamado jazz latino, del que solo sé que, como todo el jazz, sabe a mar. Aquello era un enredijo de historias, de sonoridades, de ritmicidades; un maremágnum de pasiones, de emociones, de versiones múltiples de la felicidad que confirmaba que en el jazz la vida es más sabrosa.
Después inició la jam, ese ritual de mutación de rostros y de manos y de alientos que se transfiguran, esa invención sonora que muere al instante de nacer pero que a su paso deja un mar de ensoñaciones colectivas. Los pianistas y los bajistas y los alientistas cambiaban de color, de complexión y de estatura pero no importaba porque ya la noche era un banquete de algazara, un aquelarre, una algarabía de los mil demonios que movilizaba cuerpos, desentumía emociones hasta entonces contenidas. El piano, la batería, las tumbadoras eran receptáculos de reencarnaciones sucesivas, las mismas manos pero con musculaturas y epidermis trasmutadas oficiaban el milagro de la multiplicación de los compases y los jazzes. En el jam, todo es felicidad.
En ese momento, la noche encendida y sudorosa ya llamaba a las cosas por su nombre: al jazz, jazz, y al ritmo, ritmo. El cielo había sido avasallado, llovía y desllovía, mareaba y desmareaba y volvía a aguacerear pero a nadie le importaba porque el piano y el bajo y la guitarra desgranaban notas y el jazz brotaba a borbotones, porque los alientos blandían sus espadas sónicas y el jazz se pavoneaba engrandecido, porque las percusiones provocaban furiosas marejadas y el jazz alcanzaba dimensiones de gigante. Que no se quede el infinito sin estrejazz ni que pierda el ancho jazz su inmensidad.
Cuatro, cinco, no sé cuántos standards dieron pretexto a los inventores espontáneos para engendrar atmósferas efímeras que en cuanto se presentaban ante el mundo, eran sucedidas por otras y por otras. Tras el último tema, el piano se sacó de la manga un tumbao que, seguido por los no sé cuántos musicantes que ocupaban la escena, antorchó la noche para iluminar el camino de los que pobres desvalidos que suponen que a falta de jazz, polillas; para que quedara claro que no hay jazz que por bien no venga. En el último compás, por efecto de un acuerdo telepático, confluyeron todos los sonidos para asestar un golpe unísono de clausura, un remate contundente que contenía un mensaje cifrado: el jam os dejo, mi jazz os doy; y pudimos ir en jazz, el concierto había terminado.
PD: Antes de salir, por supuesto, volví al recinto de las urgencias para constatar, de nueva cuenta, la eficacia de Helvex.
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