Hay directores tan legendarios como escasos cuya nueva entrega se espera como agua de mayo, que convierten lo que hayan decidido parir en algo ansiado por los espectadores, la industria (tan necesitada del éxito de los más dotados en estos tiempos agónicos), los informadores y los críticos. La obra de Quentin Tarantino justifica esas expectativas. En Cannes su cine tuvo un bautizo esplendoroso hace 27 años con la revolucionaria Reservoir Dogs y en 1994 dejó flipado a todo el personal con la inclasificable Pulp Fiction, que logró la Palma de Oro y se ha convertido en un clásico. Por ello, la película que marcaba esta edición de Cannes, en la que estaban depositadas las esperanzas colectivas, era Érase una vez en… Hollywood. Tarantino aceleró hasta límites febriles su montaje para que se celebrara aquí el estreno mundial, la han exhibido en dos sesiones casi paralelas intentando algo tan democrático como que todos los asistentes a Cannes la vean al mismo tiempo. Antes ha salido un señor al escenario hablando en nombre de Tarantino y rogando que nadie cuente su argumento. En fin, un montaje a la altura de lo que se espera de las sorpresas confirmadas.
Y, efectivamente, es sorprendente. Pero no por la exhibición de talento que tantas veces ha acreditado su creador, sino por su lamentable falta de gracia, por una trama que no se sabe bien adónde pretende conducir, por diálogos insustanciales y carentes de ingenio (algo inaudito en el mejor y más original dialoguista del cine moderno), por situaciones alargadas hasta el aburrimiento, por actores excelentes como Leonardo DiCaprio, Brad Pitt y Al Pacino, que parecen tan perdidos como su director.
Contaba la rumorología, siempre tan estratega ella, que suponía un tributo de amor por parte de Tarantino al cine y el mundo de finales de los sesenta en Hollywood, a sus personajes más pintorescos y también un retrato de aquel suceso pavoroso en el que la actriz Sharon Tate y sus amigos fueron masacrados por la banda satánica de aquel demente excesivamente siniestro llamado Charles Manson.
Sabemos que la cultura cinematográfica de Tarantino se educó tragándose con inmenso placer toda la subcultura del cine más casposo de los videoclubes, que lo sabe todo no ya del spaguetti wéstern y de la serie Z, sino también del cine de kárate, Kung-fu y yudo. Igualmente es experto en las series televisivas de esa época. Ha jugado eternamente con esas referencias que tanto ama pero dándoles la vuelta con su espectacular talento. Aquí, los protagonistas son un famoso actor de wésterns en esas series y el hombre que además de doblarle en las escenas de riesgo le soluciona todo tipo de problemas en su disparatada estructura cotidiana. Pero su buen momento ha pasado y tendrá que aceptar rodar spaguetti wéstern en Italia y en Almería. La situación de ambos se complica aún más cuando toman accidental contacto con un grupo de hippies muy inquietantes y puestos hasta arriba de LSD. Y ahí se produce para mí la única secuencia desasosegante en esta película tan fallida. Es la visita cargada de señales y amenazas que hace el doble al campamento de esa gente tan peligrosa. El resto (y dura casi tres horas) es un cansino modelo del quiero y no puedo, un híbrido en el que no me engancha ni el argumento ni los personajes, ni lo que hacen ni lo que dicen.
No es el primer fiasco de Tarantino, antes había hecho una cosa gamberra y horrenda de corredores de coches y pandilleras que se titulaba Death Proof. Pero es triste que no aprendiera de aquel fracaso. Se han oído algunos tibios aplausos al terminar la proyección. Me temo que eran de algún fan voluntariamente ciego y de la gente que hace la promoción de esa desventurada película. El desenlace, hablando de hechos reales, pretende ser insólito y gracioso. Da igual.