La semana pasada, tras la recepción del doctorado honoris causa que le otorgó la Universidad Veracruza, Arturo Ripstein dio un discurso en el que enfatizó la libertad que deben tener los artistas y la imprescindibilidad del arte y la cultura en el desarrollo de todas las sociedades en todos los tiempos. El texto es un Ripstein sin ripio, dada su nitidez conceptual, dedico esta entrega a presentarlo íntegramente.

«En el año 1621, Robert Burton, en su extenso volumen Anatomía de la melancolía recetaba como remedio de este mal, entre muchísimas otras cosas, la contemplación de hermosas ciudades, callejuelas, teatros, templos y obeliscos, zoológicos y espectáculos de acróbatas y prestidigitadores, manantiales y piscinas, bailes de máscara, juegos de pirotecnia, y solemnidades como coronaciones y bodas, también el disfrute y asistencia a batallas; yo le añadiría recibir un doctorado honoris causa y aquí estoy haciéndolo, aceptando un doctorado otorgado por una universidad —la Veracruzana— que siempre, desde mi primera juventud, formó parte de mi imaginario de la cultura y lo que la cultura debía ser, era aquel México pujante en ideas, entusiasmo, rebeldía y alegría, sí, alegría, por más que hoy parezca una palabra fuera de lugar. Las ediciones de la Universidad forjaron, entre otras cosas, mi noción de cultura y de literatura a partir de la cual se delineó mi quehacer de director de cine, por eso, que la Universidad Veracruzana me otorgue tal honor, es mucho más que gratificante, es la ratificación, en mi caso, de que existen, a pesar de todo, la cultura y el arte, siempre promovidas por esta institución que es, a la vez, venerable y briosa, y la existencia de la Cultura y el Arte —así, con mayúsculas— siempre han sido el motor que ha impulsado mi ya larguísima carrera, he llegado a un punto en el que me niego rotundamente a contar el número de películas que he dirigido, muchas, buenas y malas, varias han merecido premios y reconocimientos, otras, desdén y críticas feroces.

«Sí, ha sido una carrera larga y divertida y tumultuosa, pero a lo largo de este peregrinar de más de cinco décadas por los caminos del celuloide, siempre procurado que mi labor sea guiada por la idea de que el arte es una prenda oscura y subversiva capaz de incendiar al mundo, incendiarlo, no reinventarlo, el arte es subversivo o no es. Picasso insistió siempre en que el arte es peligroso, sabía de lo que hablaba; esas palabras se volvieron mis guías, mías y del mundo en el que me forjé, de la literatura que leí, mucha publicada por esta institución, esta alma mater que ahora es mía también.

«México era un regocijo, los que hacían arte eran un grupo realmente explosivo, yo era un jovencito y decidí aprender de ellos, seguirlos; muchos se volvieron mis amigos, queríamos hacer arte, queríamos hacer poesía. Nos abocamos a destruir el mundo, a formular preguntas, preguntas que no tienen respuesta porque toda respuesta las disminuía, borraba su reverencia, las despojaba de la ferocidad de la insurrección que tiene, y debe tener, el arte en ese mundo. En ese universo se forjó mi alma de cineasta. El cine, un mundo oscuro y misterioso en el que el director es un demiurgo omnipotente y caprichoso que crea universos nuevos que destrozan al cosmos existente, pero necesito aclarar —es imperativo que lo aclare— que ese arte poderoso, misterioso, revolucionario, no es para nada un arte útil, porque el arte, cuando es útil a alguna causa deja de ser arte; gran paradoja de lo artístico: el arte solo es cuando se crea y se devora a sí mismo, por eso, nada más lejano en mi carrera que filmar con un propósito, con buenas intenciones; el arte con propósito se llama propaganda y nada más lejano a mi voluntad que hacer cine que tenga propósito. Buenas o malas, las intenciones acaban empequeñeciendo al cine, convirtiéndolo en películas con mensaje, John Ford insistía: los mensajes, se los dejo al telégrafo. El arte con un por qué, un para qué y un cómo, es arte domesticado, arte con precio y con patrón, complaciente, edulcorado, concesivo y que suele tener éxito comercial.

«Lenin, en la época del fervor revolucionario, cuando el cine, la literatura y las artes plásticas se pintaron con la paleta estridente y simple del realismo socialista, y muchos escritores que no se alinearon fueron condenados al olvido, salió Lenin, entonces, a la defensa de Tolstoi, sí, el revolucionario rescató de la picota al conde de juventud parrandera y vejez de santón arrepentido, afirmó Lenin que Tolstoi —el que nunca escribió sobre un protagonista ejemplar, emblema de la lucha de clases— era el más potente revolucionario de la literatura de la Rusia de entonces. Lenin era lector y se le notaba, por ello se daba cuenta de que la magistral pluma del conde fue mucho más importante que las de decenas de famosos y célebres artistas complacientes, y con una defensa de no más de una página, salvó a Tolstoi del suplicio del descrédito que hizo añicos a generaciones de escritores y artistas magníficos relegados al olvido y al ostracismo, y en ocasiones, a la muerte.

«Lenin tenía razón, el único propósito del arte es el despropósito; de mis mejores maestros y mentores aprendí que uno debe evitar a toda costa traicionar lo que le dicen las tripas y el corazón y los ojos —mis instrumentos fundamentales—, a veces pude cumplirlo. Decía que he filmado, y filmado mucho, y siempre he intentado que la realidad no reduzca mi cine, mi cámara, mis sueños, mis pesadillas. Yo pensé alguna vez: prefiero la realidad de mis pesadillas que las pesadillas de la realidad. Hoy, ya viejo, de pelo blanco y una carrera a cuestas, quiero agradecerle a mis maestros —los antiguos de entonces y ahora mismo a un puñado de cineastas más jóvenes que yo— que me sigan enseñando el rumbo por el cual se filma con la ambición de hacer poesía, de hacer arte; no podemos —no debemos— someterlo, convertirlo en instrumento de las buenas conciencias y las mejores intenciones.

«No he hecho otra cosa que filmar, no sé hacer otra cosa que filmar, no quiero hacer otra cosa que filmar; he hecho de todo, historias de amor, dramas religiosos, he hecho comedias y melodramas, he hecho de todo. En mis películas nunca di consejos ni advertencias, tengo, por supuesto, opiniones sobre cualquier cosa —y que son firmes y feroces—, pero nunca filmé mis opiniones porque, las mías, suelen ser volátiles, mejor filmé lo que me obligaba mi mirada, porque el cine, más aún, el cine surgido por el mecenazgo de Estado, tiene un solo fin y propósito: hacer arte, arte que no está en las respuestas sino en las interrogantes, arte que concita la reyerta y la contradicción, no la armonía; y aclaremos cuál es el papel del Estado y su mecenazgo en el financiamiento del arte y la cultura, y muy particularmente en el cine, que es un arte caro, caro y muy frecuentemente confundido con una industria como la automotriz o la cervecera; el mecenazgo de Estado no es una dádiva generosa, no es una limosna con aquellos recursos sobrantes que nosotros, los que hacemos cine o teatro, literatura o pintura, vaya, poesía, debemos sumisamente aceptar y agradecer, es un deber del Estado, así tiene que entenderlo la sociedad y así tiene que atenderlo el gobierno. Nosotros, los que hacemos cine, le hemos dado rostro e identidad a nuestro mundo y a nuestros contemporáneos. Debemos, necesitamos seguir haciendo cine y con él tener nombre, voz, semblante; somos el espejo oscuro que refleja y se refleja.

«El cine es nuestra cara pública, con ella nos conocen los de afuera. El cine nos hace familiares, próximos, entrañables; es también nuestra voz privada, con ella nos vemos a nosotros mismos, sobre esa voz y ese rostro, cimentamos nuestro proyecto de nación. El cine no es un lujo del que se puede prescindir; no hay crecimiento sin cultura, no hay desarrollo sin cultura, no hay democracia sin cultura; la cultura es la única opción que tenemos para enfrentar a la barbarie. El cine no es un bien prescindible al que se le tomará en cuenta cuando vengan tiempos mejores, porque cuando pensemos que han llegado esos tiempos mejores, ya nos sabremos para qué queremos esos tiempos mejores, habremos perdido el rostro, la voz y el alma.

«El cine es un arma, un arma delicada, fina, lo sabemos, lo sé. Llevo más de cincuenta años haciendo cine, intentando pergeñar arte, no sé si lo he logrado o no, pero lo que me enorgullece en esta larga carrera es no haberlo dejado de intentar, por ello, en ocasión de que me otorga la Universidad Veracruzana el doctorado honoris causa que tanto me honra, quisiera aprovechar la ocasión para defender al arte sin propósito, al cine sin causa, defender la necesidad de darle a los creadores —cualquiera sea la catadura de su origen social, sus creencias y posiciones— para que creen sus obras en libertad, para que hagan arte, ese arte que revuelve las entrañas, que destruye, y que no propone salidas pero que nos inunda de belleza. Suele creerse que las artes y la cultura son productos suntuarios, por lo tanto prescindibles, postergables, ignorables; no es así, la humanidad se define e incluye al arte desde Altamira hasta los museos más recientes y la calle misma, el arte es el bisturí para indagar en las entrañas del todo social, de la humanidad. El arte es el cemento que le da coherencia a las sociedades, pero no por los caminos que propone, sino por las interrogantes que plantea; el arte le da estructura a la realidad y esto es lo que nos permite saber quiénes somos.

«Hoy, en este momento de coyuntura en el país, no podemos, no debemos desdeñar al arte y dejarlo al final de nuestras prioridades, porque ese arte que nos da cimientos, que nos permite indagar adentro de nosotros mismos, es imprescindible compañero de camino, es nuestra mirada, es nuestra humanidad.

«La Universidad Veracruzana sido un faro en el mundo de la cultura mexicana, le agradezco a mi nueva alma mater este doctorado y las lecturas que me dio, y antes de dejar el podio, no puedo dejar de mencionar a mi mujer, mi cómplice, mi guionista —hija y nieta de xalapeñas de pura cepa—: Paz Alicia Garciadiego y Ojeda, ella, si no menciono esto, no me lo perdonaría y me guardaría un odio jarocho, que es largo y aterrador.

«Muchas gracias».

 

 

VER TAMBIÉN: El doctorado «hoonoris causa» de Arturo Ripstein, un reconocimiento a la cinematografía nacional

 

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