Conocí a Miguel Ángel León Carmona a inicios de 2016 en Tierra Blanca. Durante varios meses estuve yendo frecuentemente a esa ciudad a acompañar y atender a los familiares de los cinco jóvenes víctimas de desaparición forzada por policías estatales de Arturo Bermúdez y Javier Duarte.
Veía a Miguel ahí entre todas esas personas que acampaban en el patio de la Fiscalía regional en Tierra Blanca, y al principio supuse que era algún familiar o amigo más, como los muchos que acompañaban a los padres y madres de los muchachos.
Fueron semanas y meses para ellos de dormir en el suelo, de comer lo que les llevaba la gente, de esperar y esperar a que regresaran a sus hijos. Y siempre que regresaba yo al lugar veía a ese muchacho ahí con ellos, platicando, escribiendo, ayudando también.
Un día que estaba ahí en el patio de la fiscalía y lo tuve junto a mí me mostró un escrito que tomé y leí sin mucho interés, pero poco a poco, conforme lo iba leyendo, me interesó más. Se trataba de un relato, una crónica bien documentada, bien escrita, de lo que él veía, preguntaba, indagaba. Al final le dije que me había gustado mucho y que estaba muy bien escrito. Le pregunté que quién lo había hecho y Miguel (en ese momento no sabía que él era Miguel) me dijo que él, y que era reportero, periodista.
En ese momento no supe si me había sorprendido más haber leído una buena cónica en medio de esa desesperanza, entre el sentimiento de desamparo de unas madres que siempre amables te ofrecían un café o unas galletas. O si me había impactado más que aquel muchacho que veía todos los días ahí y que yo asumía como un familiar más, era un periodista que había decidido estar ahí todos y cada uno de los días y noches junto a esa familias. Lo que sí es seguro es que en ese momento empecé a admirar a Miguel León, y sobre todo, a leerlo.
Miguel ha hecho un verdadero trabajo de investigación, es un investigador, un indagador de la verdad. Sus bases de datos y documentación son las más exhaustivas y comprehensivas que he visto en Veracruz. En el tema del seguimiento a las redes, contextos, vínculos, personajes de la desaparición forzada en Veracruz es impresionante. Ya quisiera cualquier policía ministerial o cualquier fiscal tener esa capacidad de análisis y documentación.
Pero lo más destacable y admirable de Miguel es su solidaridad, respeto y sensibilidad con las víctimas, con su dolor, con su historia y con su dignidad.
Escribo esto en medio del enojo, frustración, tristeza, indignación de los familiares por la salida de Arturo Bermúdez de su prisión preventiva al cambiar las circunstancias de la medida cautelar que le impuso la juez. Miguel ha documentado e investigado más que nadie el involucramiento y la red de desaparición forzada encabezada por este monstruo. Es cierto que debemos presumir la inocencia de cualquier acusado o procesado hasta que no haya una sentencia firme, pero con un periodista como Miguel no podemos presumir esa inocencia.
Escribo esto también porque Miguel ha recibido merecidamente dos premios en estos últimos días, uno de ellos el Premio Nacional de Periodismo. Las familias de Playa Vicente que fueron acompañadas por tanto tiempo por Miguel, y las familias que se han visto retratadas por su pluma, seguramente estarán triste y enojadas en este momento, pero estoy cierto que estarán contentas por estos premios a un periodista ético, a un periodista de una investigación real y comprometida.
Recuerdo esos días, semanas, meses en Tierra Blanca, recuerdo las caras, los rezos, las reuniones con autoridades de todo tipo, la entrega de prendas y restos humanos, la indescriptible sombra de la muerte, del crimen, de la impunidad. Esos meses cambiaron las vidas de muchos, entre esas la mía.
Recuerdo los soldados, las patrullas, los policías, vigilando, ¿cuidando?, acechando. Recuerdo un viaje en un helicóptero de la Policía Federal para ir a las instalaciones de la policía científica en Ciudad de México, junto con una centena de funcionarios de todo tipo, para “notificar” a los padres y madres de Tierra Blanca, para explicarles lo inexplicable; y recuerdo el regreso en un avión de lujo de la misma Policía Federal, sentado en un amplio sillón de piel viendo de reojo las lágrimas y los corazones deshechos de varias madres y padres a las que simple y llanamente les dijeron que a su hijos los habían matado de las formas más inhumanas y crueles.
Miguel fue compañero de ellos, y se volvió quizá hasta su amigo. Pero nunca dejó de estar ahí para documentar el horror. El horror que aún no acaba. El horror que ahora anda suelto.