Como Francis Fukuyama, Andrés Manuel López Obrador asume que ha llegado el fin de la historia a partir del probable –hasta ahora no ha pasado de eso, de una posibilidad- desmantelamiento del viejo régimen político que perduró por casi un siglo, incluso con gobiernos de diferentes partidos e ideologías.
En su concepción de la historia nacional, ya no hay más lucha de ideologías políticas: ha triunfado un liberalismo conservador donde el pueblo bueno y sabio tiene siempre la razón. ¿Realmente hay un parangón? Tal vez.
Publicado dos años después de la caída del muro de Berlín, (“El fin de la Historia y el último hombre, 1992), la obra de Francis Fukuyama nos planteaba un nuevo y definitivo episodio en la organización social y política del hombre, a partir de lo que en ese momento parecía un argumento muy sólido: la historia, como lucha de ideologías, ha terminado, con un mundo final basado en una democracia liberal que se había impuesto tras el fin de la Guerra Fría.
Para el escritor, dos eran los impulsos que servían de motor a la historia: la razón científica -que conduce de forma inexorable al capitalismo y, por ende, al individualismo-; y la voluntad de ser reconocido por los otros. Para Fukuyama, la consecuencia lógica de ambas inercias era el triunfo de la democracia liberal, que se impondría sobre todas las demás ideologías en una hegemonía que determinará el fin de los grandes acontecimientos humanos, esto es, el fin de la historia.
Hace dos décadas, todo parecía indicar que el mundo caminaba con paso decidido hacia “el fin de la historia”, el estadio último de la evolución política que había predicho Fukuyama. Pero al igual que el muro alemán, cayeron las Torres Gemelas en Nueva York y la historia empezó a escribirse de nuevo a partir del surgimiento del terrorismo global –fomentado por el fundamentalismo de algunos países árabes y grupos extremistas-, el narcotráfico, los flujos migratorios y las recurrentes crisis económicas, como resultado de la democracia liberal triunfante.
Contrario a lo que Andrés Manuel piensa, la historia de la sufrida patria tenochca no terminó el primero de julio con la hecatombe electoral del régimen. No sólo estamos expuestos a las vicisitudes del nuevo orden mundial –crisis económica y energética, migración, delincuencia trasnacional, resurgimiento de nacionalismos, entre otros-, sino que tendremos que lidiar con nuestros propios demonios: la corrupción, la delincuencia organizada, la violencia y la pobreza.
En verdad hay personas en el país que piensan convencidas que México cambiará casi de manera automática a partir del primero de diciembre; que como lo ha ofrecido el presidente electo, su ejemplo cundirá en cada rincón de la patria y el gobierno para que se acabe la corrupción; que la redención de los delincuentes abolirá la violencia y devolverá la paz a los territorios que hoy son propiedad de los cárteles; que viviremos en una república amorosa donde el pueblo sabio manda, donde los pobres serán los menos, y no habrá jóvenes sin estudio ni desempleados.
Pero como él mismo lo ha reconocido, lo que le funcionó en campaña será una pesada losa como gobierno; López Obrador sabe que ya no es candidato –aunque mantenga su adicción por las giras y la plaza pública-, y que sus argumentos tendrán que convertirse en políticas públicas si quiere que su gobierno funcione, aun ante los ojos de sus más fieles seguidores.
Si el planteamiento histórico e ideológico de Fukuyama, científicamente comprobado y compartido, falló ante la inercia social de los pueblos, lo que ha sido hasta ahora una serie de pronunciamientos desarticulados y ocurrentes no goza de buen augurio. La historia y sus vicios no concluirá el primero de diciembre, como tampoco la lucha política por el poder; no serán los adversarios de López Obrador, sino las propias corrientes que hoy lo cobijan, los que dinamitarán la cuarta transformación. No habrá tal fin de la historia ni del régimen.
A pesar de que López Obrador confíe en ellos –y tal vez por eso precisamente-, los comerciantes nos seguirán robando el gas y la gasolina, seguirá la especulación, se mantendrá la evasión fiscal; las cárceles seguirán siendo refugio de maleantes y escuela de delincuentes; la justicia seguirá siendo para unos cuantos. A pesar de sus buenas intenciones, López Obrador no es onmipresente.
Es posible que como ocurre con los mesías, en el futuro la historia del país se quiera contar antes de Andrés Manuel y después de Andrés Manuel. Lo que no sabemos es si será para bien o para mal, porque la historia apenas comienza a escribirse.
Las del estribo…
- El PRI no tiene remedio. La designación de Erick Lagos -además de despertar el enojo, la burla y el escarnio-, puso en evidencia dos cosas: o la presidenta nacional Claudia Ruiz Massieu no tiene idea de quienes son los personajes y qué representan, o de plano el cinismo que se esconde tras el discurso de la renovación es brutal. Falta ver a quien ponen en la dirigencia estatal para confirmar alguna de las dos teorías.
- La reforma que seguramente se aprobará hoy en el Congreso local para permitir la creación de más de un grupo parlamentario de diputados independientes o mixtos, es la prueba fehaciente que el Gobernador y los partidos que controla no van a arrear banderas, sino que van a pelear palmo a palmo, en todos los frentes, con el nuevo gobernador. Aquí también, la historia apenas está por escribirse.