Cuando Abbás Ibn Firnás, Eilmer de Malmesbury y Leonardo Da Vinci intentaron imitar el arte de volar de los pájaros para conquistar los cielos en plena Edad Media.
Desde antes incluso de que abandonara las cavernas, uno de los espectáculos que ha maravillado a la humanidad es el vuelo de los pájaros. Fascinó con toda seguridad a Ötzi, hace más de 5.000 años. Y deja aún con la boca abierta en pleno siglo XXI a los millennials. No importa si es durante un breve descanso en una migración prehistórica -entre riscos helados- o en la terraza de un centro comercial, con el iPhone en una mano y los auriculares en las orejas, a lo largo de los siglos las personas han disfrutado imaginándose cómo sería ponerse en la piel de un pájaro y aletear sobre las copas de los árboles.
A algunos sin embargo no les ha llegado con soñar. La fascinación con la que Leonardo da Vinci seguía el vuelo de las aves e insectos es legendaria. En Milán, el sabio toscano solía asomarse al estanque del castillo de Ludovico Sforza para estudiar el revoloteo de las libélulas. Sus detalladas notas sobre la fisionomía de los pájaros han quedado plasmadas en varios cuadernos manuscritos y el Codice sul volo degli ucceli, que se conserva en la Biblioteca Real de Turín.
Como apunta Domenico Laurenza en Leonardo on flight, el vinciano estudió tanto el batir de las alas como los mecanismos que permiten a las aves equilibrase y maniobrar «sin el favor del viento». Gracias en gran parte a esas observaciones, Da Vinci ideó fabulosas máquinas voladoras. En los archivos de París se conservan bocetos de artilugios pensados para que los pilotos pudiesen impulsarse acostados o en perpendicular, con la ayuda de sus brazos o la fuerza de las piernas. Algunos de los diseños de Leonardo son similares a los parapentes, otros parecen gigantescos murciélagos e incluso hay un bosquejo de «tornillo aéreo» que recuerda a los helicópteros modernos.
Por más que los diseños trazados por Da Vinci entre los siglo XV y XVI sean fascinantes, ni son los primeros de máquinas voladoras ni lo sitúan a él como el precursor de la aeronáutica. Mucho antes de que el toscano se tumbase en la orilla del estanque de los Sforza para describir en su cuaderno el vuelo de los insectos, otros sabios se habían lanzado a la arriesgada aventura de disputarle el cielo a las aves.
Uno de los primeros pioneros de la aviación nació de hecho varios siglos antes que el padre de la Gioconda. Su labor la desarrolló además en la Península Ibérica. Abbás Ibn Firnás (810-887) fue un erudito andalusí que vivió durante el Emirato Omeya en al-Ándalus. A lo largo de su vida el sabio bereber se dedicó al estudio de la astronomía, la física, la química, cultivó la poesía, fue un inventor perspicaz… E hizo sus pinitos en la aviación. Hoy una estatua le rinde homenaje en la carretera de acceso al aeropuerto internacional de Bagdad y un pequeño aeródromo al norte de la capital iraquí lleva su nombre. En Córdoba y Ronda también se le recuerda con un puente sobre el Guadalquiviry un centro astronómico, respectivamente.
Firnás es considerado el inventor del paracaídas
Tras estudiar el cielo y las constelaciones, a mediados del siglo IX Ibn Firnás decidió ir un poco más allá. Quiso volar. Sin embargo antes de planear sobre los tejados decidió que lo más sensato era buscar formas de amortiguar la caída. ¿Cómo? Un día de 852 se subió a lo más alto de una de las torres de Córdoba. En las manos llevaba una lona enorme. Ante sus asombrados vecinos, Ibn, que a sus 40 años era ya un sabio de edad más que respetable para los estándares de la época, se lanzó desde varios metros de altura sujetando el tejido sobre su cabeza. Su primitivo artilugio amortiguó la caída y el bereber sufrió solo algunas heridas leves. Por esa hazaña muchos lo consideran hoy como el inventor del paracaídas.
La aventura aérea de Firnás no se quedó ahí. Décadas después, en 875, mandó que le construyeran unas alas artificiales. Su diseño cuidaba hasta el más nimio de los detalles: incorporaba un armazón de madera recubierto con una fina capa de seda y plumas de aves rapaces. Aunque tenía ya 65 años, el sabio andalusí se volcó en cuerpo y alma con el proyecto, en sentido metafórico y literal. Invitó a sus vecinos a que siguiesen el experimento y repitió la aventura de 852: se encaramó a una de las torres más altas de la zona y saltó hacia un valle despejado.
En vez de una lona, en aquella ocasión el erudito de al-Ándalus llevaba su esqueleto de madera, tela y plumas. Según las crónicas de su época, la aventura dejó un resultado agridulce: Ibn logró planear durante un buen rato -se habla incluso de una decena de segundos-, pero el aterrizaje fue brusco y sufrió heridas más graves de las que había padecido en 852. La mayoría de los relatos apuntan que se fracturó las piernas. Otros hablan de que se lesionó la espalda. Firnás no moriría en cualquier caso hasta más de una década después, en 887.
Algunas crónicas señalan que el experimento de 852 y el de 875 lo protagonizaron dos personas distintas. El primero habría sido mérito de Armen Firman y el segundo de Ibn Firnás. Hoy se considera de forma prácticamente unánime que ambos son la misma persona y que Armen es la versión latina del nombre.
A pesar de que Ibn Firnás pagó sus segundos de vuelo con un par de huesos rotos, varios siglos después -en el XI- el monje Eilmer de Malmesbury quiso seguir su ejemplo. Eilmer ha pasado a la historia como un benedictino que se quedó prendado del mito de Dédalo e Ícaro, los personajes mitológicos que con ayuda de unas alas elaboradas con plumas y cera se elevaron por los cielos desde Creta, donde eran prisioneros. Las hazañas de Eilmer nos han llegado gracias a los libros de William, otro monje de Malmesbury que entre 1220 y 1441 escribió Gesta regum anglorum, Gesta pontificum anglorum e Historia Novella.
Al igual que Firnás, Eilmer había estudiado astronomía y matemáticas. Y como el sabio andalusí, su sueño era elevarse por encima de los tejados de su abadía, en Wiltshire. La pasión por imitar a las aves pudo llegarle -explica William- a través del mito de Dédalo e Ícaro o por el ejemplo de Firnás, que tal vez llegó a conocer mediante los testimonios de peregrinos.
Fuese cual fuese su inspiración, hacia principios del siglo XI el benedictino fabricó unas grandes alas mecánicas con un armazón de madera recubierto de tela o pergamino y se subió con ellas a una de las torres de la abadía de Malmesbury. Durante meses es probable que Eilmer hubiese seguido con atención las maniobras de las grajillas que aprovechan las corrientes de aire que atraviesan la zona. Sus cálculos se saldaron sin embargo con un resultado similar al de Firnás: el monje surcó el cielo durante unos 15 segundos -recorrió más de un furlong (200 metros)-, pero al tomar tierra se fracturó las piernas.
Eilmer achacaría su fallido aterrizaje a que no había incorporado una cola a su aparato para corregir el rumbo. Aun así la experiencia tampoco debió de resultar catastrófica porque poco después el monje ya planeaba un nuevo experimento con una versión mejorada de sus alas. Preocupado por la seguridad de Eilmer, el abad de Malmbesbury le prohibió que volviera a subirse a la torre de la abadía con su artilugio.
Firnás, Eilmer y Da Vinci son tres de los ejemplos más claros de cómo el sueño de surcar los cielos creció durante siglos antes de que Otto Lilienthal echase mano de la ingeniería del XIX en su deseo de imitar el arte de las aves o que los hermanos Wrightprotagonizasen su célebre vuelo a finales de 1903.
Entre Firnás y Wright otros muchos visionarios, como Hezarfen Ahmed Çelebi, el burgalés Diego Marín o Clément Ader, se dejaron la piel en el intento de volar. Al igual que Firnás en la Córdoba de los Omeya, Eilmer desde lo alto de la abadía de Malmesbury o Da Vinci recostado junto al estanque de los Sforza, todos compartieron un ansia común: imitar a los pájaros.
Carlos Prego /Hipertextual