Luego de la apabullante victoria de Andrés Manuel López Obrador y de los candidatos de Morena en prácticamente todos los cargos que estaban en disputa en las elecciones del pasado 1 de julio han corrido ríos de tinta, hemos leído infinidad de análisis, columnas e interpretaciones diversas que tratan de explicar lo ocurrido, pero todos coinciden en algo: el tsunami lopezobradorista barrió todo lo que encontró a su paso. Quebró al régimen priista, dejó desvalidos a los panistas e hizo sucumbir a partidos satélites que tras la tormenta pasarán al baúl de los recuerdos.
El supuesto voto oculto fue un mito, lo mismo que las apuestas de muchos sobre que el gobierno federal no dejaría ganar al tabasqueño. Igual de inútiles fueron los intentos de la comentocracia nacional para buscar razones o argumentos para descalificarlo, exacerbar los miedos de los sectores conservadores o de plano alentar al voto cruzado para evitar que su peso en las tendencias electorales arrastrara a todos los candidatos morenistas hacia el triunfo.
Era más grande, como quedó demostrado, el hartazgo de la sociedad hacia el corrupto régimen y la herencia de desigualdad, violencia, inseguridad, saqueo y simulación que dejaron panistas y priistas tras la alternancia del año 2000.
El triunfo arrollador de Morena, el partido fundado apenas hace cuatro años por López Obrador, es por ello impresionante. Obtuvo, con 30 millones de votos, una cifra récord de sufragios, la presidencia de la República, es hoy la primera fuerza política del país, tiene ya el control del Congreso de la Unión y de buena parte de los Congresos estatales, y se hizo de cinco gubernaturas. Y con lo maltrecho que quedaron priistas y panistas será cuestión de tiempo para que empiecen a caer como fichas de dominó las plazas que aún controlan. López Obrador y Morena tendrán prácticamente todo el poder.
La apabullante victoria dejó además desahuciados a prominentes miembros del establishment político tradicional e hizo añicos, como en Veracruz, los afanes de continuismo. Fue una dura, durísima lección, a quienes pensaban que la sociedad es menor de edad y se le puede engañar impunemente. De nada sirvieron los miles y miles de despensas entregadas, las amenazas o la utilización del aparato estatal para favorecer a un candidato. La gente, movida por la carismática figura del virtual presidente electo y el deseo de cerrarle el paso a afanes dinásticos, les propinó una histórica derrota que les ha costado mucho digerir.
Pero un dato alentador para todos es que la democracia mexicana, pese a todas las presiones a que se ha visto sometida, cuenta ya con un grado notable de madurez. A ello abona desde luego la aceptación de las derrotas y las manifestaciones de los gobiernos de dar paso a una transición ordenada y pacífica de los cargos. Salvo en contados casos, como en Puebla, hemos visto protestas y conflictos poselectorales donde serán los tribunales los que diriman las controversias y definan a los ganadores de los comicios. Ha sido superior la civilidad en todo el país y eso es digno de reconocerse.
No obstante, un aspecto que llama la atención son las reacciones de los apasionados seguidores de candidatos y partidos en las redes sociales, una de las arenas de batalla que tuvo gran resonancia e impacto en la contienda electoral. Envueltos en la polarización e influidos por la guerra sucia, las fake news, y al amparo del anonimato que brindan las nuevas tecnologías de la comunicación, en estos días han salido a flote muchas de las taras que son justamente legado del sistema que se quebró este 1 de julio: afloran la desinformación, la ignorancia, el clasismo, el racismo y la intolerancia. Son múltiples los mensajes infamantes en contra de los seguidores de Morena y aún del propio presidente electo y de su familia. Una patética exhibición de pobreza mental a la que no han escapado candidatos perdedores, amigos o familiares de éstos y comunicadores comprometidos con ellos. A menos de una semana de los comicios, es increíble que cuestionen ya el incumplimiento de compromisos de campaña. Son una legión de cibernautas que dejan constancia de lo mucho que falta por revertir o reconstruir en este país. De la tarea titánica que tenemos frente a nosotros en materia educativa, de fomento a la lectura, de difusión de valores como la tolerancia y el respeto a quien piensa diferente.
La histórica jornada electoral y sus resultados abrieron una ruta que debemos seguir ensanchando: la de la participación ciudadana. El clamor de la sociedad por el cambio no se puede quedar solo en el ejercicio de un gigantesco voto de castigo. El inmenso poder del sufragio ha quedado demostrado pero si volvemos a nuestra vida cotidiana y creemos que la tarea que sigue corresponde exclusivamente a quienes gobernarán y a los representantes populares echaremos por la borda lo logrado. Si muchos se alarman ante el poder conquistado por AMLO y Morena y argumentan que no tendrá contrapesos, debemos recordarles que el contrapoder está justamente en las manos de los ciudadanos.
Por eso al nuevo gobierno federal o a los de los estados que entrarán en funciones en corto tiempo, debemos acompañarlos durante su gestión, vigilarlos y exigirles que rindan cuentas, que cumplan lo ofertado, que transparenten su actuar y honren la confianza que ha sido depositada en ellos.
En ese sentido es claro que debemos participar, movilizarnos, salir a la calle, no dejarlos solos y a sus anchas. Sería lo peor que podemos hacer, ya sea movidos por la comodidad de sentirnos representados por nuestros favoritos o por la frustración de ver llegar al poder a quien no queríamos.
En nosotros está que en verdad inicie un cambio profundo en nuestro país, pues solo con el pleno ejercicio de nuestra ciudadanía llevaremos a la práctica la anunciada transición democrática.
El 1 de julio hicimos historia, pero que no quede solo en una efeméride en la vida del México moderno.