Estábamos ahí, como se está en cualquier espera, deseando que el tiempo se atarante y pase pronto. Parecía un atardecer común de mayo, con sus humores cálidos y sus pájaros inquietos buscando un árbol, un alambre del cual colgar sus sueños, ¿quién iba imaginar que así, sin avisar siquiera, seis voces incorpóreas brotarían, a capella, de sepa dónde para interrumpir el bostezo de la sala?
Aguas azules del río,
árboles en la cañada,
¿qué tienes corazón mío
que no te consuela nada?
¿Quién iba a decirnos que el telón, sorprendido también, iba a ascender parsimonioso y en su vuelo hacia la tramoya iba a ir develando zapatos en espera del momento de la acción, valencianas, dobladillos blancos de vestido, piernas tensas, ansiosos torsos, gargantas en vibración y, al fin, las bocas abiertas de las que emanaba el canto?
¿Quién iba a decirnos que antes de reponernos del asombro, Claudio arremetería las cuerdas de su requinto con un ataque lleno de energía pero también de tangueo, de fuerza y de cadencia, de nerviosismo ingobernable, y que el requinto incitaría a las jaranas y se unirían al jolgorio, y que las jaranas excitarían a la leona y sumaría su voz de ronco enloquecido, y que todas las cuerdas juntas cosquillearían las plantas de la bailadora para que sacara a la tarima de su letargo? [Rosario, sirena de escamas blancas y pecho carmesí, no dejes nunca de bailar así].
Así empezó el embrujo y cuando nos dimos cuenta, ya no estábamos en el Teatro J.J. Herrera -tan guapo él después de tantos años de abandono-, ni eran a las ocho de la noche del viernes 25 de mayo, ni habían llegado Los Vega, dichosos, con la noticia de que han grabado un nuevo disco, Vientos del Mar. Estábamos en un pasaje marino, rodeados de meduzas y en lontanaza, un jirón de espuma blanca y un arcoiris nos miraban.
Tan serena está la mar
que vuelan los ruiseñores.
Las olas vienen y van,
a los remos, remadores,
que vamos a navegar
en esta nave de amores
O quizá sí estábamos en teatro y las meduzas pendían de las varas, y la espuma y el arcoiris eran un par de rebozos sujetos al ciclorama. Y quizá, solo quizá, sí estaban Los Vega dándole con enjundia al son, pero si vinieron, no llegaron solos, trajeron a sus abuelos, a sus bisabuelos, a sus tatarabuelos, a los más antiguos personajes de esa estirpe de soneros que ese día, tantos años después, frente a la tarima del fandango no dejaban de recordar aquella tarde remota en la que el más viejo de los viejos los llevó a conocer el cielo.
Ariles y más ariles
ariles llévame a ver
a la gente fandanguera
de Boca de San Miguel.
Yo creo que sí estábamos en teatro porque al terminar El Balajú, el escenario presenció otra aparición inopinada, la de Daniela Meléndez, esa minatitleca que apenas abre la boca, se le derraman algunos de los tantos versos que en ella habitan como sucedió ese día:
Viva el son de Veracruz
que entre sus aguas navega
con el apellido Vega,
caudal de ritmo y de luz.
Hoy van a despertar sus
sentidos porque les toca
saber lo que se provoca
con la fuerza y el matiz,
pues tienen firme raíz
de los pies hasta la boca.
Digo bien, son de la Boca
de San Miguel, un lugar
de fiesta, para soñar,
donde se baila y se toca;
fiesta que nunca sofoca,
tarima que el ritmo pega,
ritmo firme que doblega
y hoy resuena con su luz
en Xalapa, Veracruz.
¡Aplausos, para Los Vega!
Sí, estábamos en el teatro porque entre los aplausos volvió a escucharse el repique del requinto, mezcla de ocelote y colibrí, y volvieron las jaranas y la leona y la tarima -que selva fueron y no lo olvidan- y entre esa maraña de sonidos brotó otra voz, la de Raquel, sirena de blanca cola y pectoral celeste, ave migratoria del sureste:
Vuela y vuela con pasión,
vuela el tiempo sin parar,
vuela el tiempo sin parar,
vuela el tiempo con pasión
Sí, estábamos en el teatro pero Los Vega no llegaron solos, se trajeron una nasa de bejuco cargada de sones de su tierra y los desperdigaron uno a uno por toditos los rincones. Se trajeron esos cantos que, según afirma Antonio García de León en la nota del disco, son «avíos cadenciosos que, sorprendidos en sus momentos de reposo, guardan en sus cajas sonoras una secuencia de tiempos pasados y presentes»
No llegaron solos, trajeron su tradición y fue la matrona de la noche. Y las jaranas, la leona y el requinto, que fueron cedro, huanacaxtle, chagane o primavera y devinieron caparazón que alberga al canto; y la tarima, que también fue selva y transmuntó en cuerpo del deleite; y la que fue quijada de animal y terminó en instrumento percutivo; y los descendientes de cinco generaciones de soneros, todos juntos, oficiaron un ritual en el que ayer y hoy se tomaron de la mano para firmar un pacto de eternidad; en el que la identidad, sin la que poco o nada somos, se erigió sacerdotisa; en que la música, el zapateado -que es música también-, los versos y los cantos nos treparon a una panga y nos pusieron en la mitad del Papaloapan.
Las flores y los cariños
hay que saberlos cuidar
la flor sin agua se seca,
el amor sin besos se va
Y así siguieron Claudio Naranjo Vega –viento que lleva el canto de la montaña y el río– con su requinto, Fredi Naranjos Vega –mano tibia, justa y luchadora– con su jarana tercerona, Raquel Palacios Vega –lucero que brilla allá por la madrugada– con su jarana segunda, Enrique Palacios Vega –mar que junta agua de todos los ríos– con su leona, Saúl Bernal Zamudio –viento que sopla a favor– con su jarana primera y Rosario Cornejo Duckles –agua cristalina que se convirtió en mujer– con tacones y tarima, haciendo de esa, que parecía una noche más de mayo, una en la que la dicha fue dicha y celebrada, en la que la unión fue razón, la hermandad fue verdad y la heredad, compartida identidad.
Ya me voy a despedir
porque me voy y me iré,
porque me voy y me iré,
ya me voy a despedir
y si me llego a morir,
me recen el buscapiés
y si me llego a morir,
me recen el buscapiés.
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