Reconocer el perfil de quienes aspiran a la Presidencia de la República no es un asunto de dogmas; deberán revisar en las alforjas de su historia política y personal si el discurso que hoy presentan al electorado corresponde a lo que serán como mandatarios.

¿Deberemos creer en el combate a la corrupción de Anaya cuando no sabe cómo explicar su súbita riqueza? ¿Será verdad la promesa de Andrés Manuel de que no caerá en la tentación de profesar el rancio populismo iberoamericano de hace una década? ¿Acaso Meade será capaz de revertir los pendientes de un modelo que ha concentrado la riqueza y ampliado la pobreza? Lo único cierto es que no se puede improvisar por la sencilla razón de que no hay tiempo ni dinero.

En la entrega de ayer recuperábamos una precisa disección del ADN del populismo, publicada por el historiador Enrique Krauze hace más de una década. Concluimos con los rasgos faltantes:

6) El populista alienta el odio de clases. Los populistas latinoamericanos corresponden a la definición clásica, con un matiz: hostigan a «los ricos» (a quienes acusan a menudo de ser «antinacionales»), pero atraen a los «empresarios patrióticos» que apoyan al régimen. El populista no busca por fuerza abolir el mercado: supedita a sus agentes y los manipula a su favor.

7) El populista moviliza permanentemente a los grupos sociales. El populismo apela, organiza, enardece a las masas. La plaza pública es un teatro donde aparece «Su Majestad El Pueblo» para demostrar su fuerza y escuchar las invectivas contra «los malos» de dentro y fuera. «El pueblo», claro, no es la suma de voluntades individuales expresadas en un voto y representadas por un parlamento; […] sino una masa selectiva y vociferante […]

8) El populismo fustiga por sistema al «enemigo exterior». Inmune a la crítica y alérgico a la autocrítica, necesitado de señalar chivos expiatorios para los fracasos, el régimen populista (más nacionalista que patriota) requiere desviar la atención interna hacia el adversario de fuera. […] Un triste régimen definido por lo que odia, no por lo que ama, aspira o logra.

9) El populismo desprecia el orden legal. Hay en la cultura política iberoamericana un apego atávico a la «ley natural» y una desconfianza a las leyes hechas por el hombre. Por eso, una vez en el poder (como Chávez), el caudillo tiende a apoderarse del Congreso e inducir la «justicia directa» («popular», «bolivariana»), remedo de una «Fuenteovejuna» que, para los efectos prácticos, es la justicia que el propio líder decreta. Hoy por hoy, el Congreso y la Judicatura son un apéndice de Chávez, igual que en la Argentina lo eran de Perón y Evita, quienes suprimieron la inmunidad parlamentaria y depuraron, a su conveniencia, el Poder Judicial.

10) El populismo mina, domina y, en último término, domestica o cancela las instituciones de la democracia liberal. El populismo abomina de los límites a su poder, los considera aristocráticos, oligárquicos, contrarios a la «voluntad popular». En el límite de su carrera, Evita buscó la candidatura a la Vicepresidencia de la República. Perón se negó a apoyarla. De haber sobrevivido, ¿es impensable imaginarla tramando el derrocamiento de su marido? No por casualidad, en sus aciagos tiempos de actriz radiofónica, había representado a Catalina la Grande. En cuanto a Chávez, ha declarado que su horizonte mínimo es el año 2020. (Lo cual hubiera logrado sino lo doblega la muerte; su maltrecha herencia acabó de hundir al país. Nota del columnista).

Krauze concluye: ¿Por qué renace una y otra vez en Iberoamérica la mala yerba del populismo? Las razones son diversas y complejas, pero apunto dos. En primer lugar, porque sus raíces se hunden en una noción muy antigua de «soberanía popular» que los neoescolásticos del siglo XVI y XVII propagaron en los dominios españoles, y que tuvo una influencia decisiva en las guerras de Independencia desde Buenos Aires hasta México. El populismo tiene, por añadidura, una naturaleza perversamente «moderada» o «provisional»: no termina por ser plenamente dictatorial ni totalitario; por eso alimenta sin cesar la engañosa ilusión de un futuro mejor, enmascara los desastres que provoca, posterga el examen objetivo de sus actos, doblega la crítica, adultera la verdad, adormece, corrompe y degrada el espíritu público.

Desde los griegos hasta el siglo XXI, pasando por el aterrador siglo XX, la lección es clara: el inevitable efecto de la demagogia es «subvertir la democracia».

El populismo, como plantea el historiador, no es un patrimonio exclusivo de quienes arropan una ideología de izquierda; se esconde también en una derecha que busca distorsionar la realidad. Su sombra recorre con escalofriante cercanía nuestra elección.

Las del estribo…

  1. Es tiempo de descansar. Los próximos días no habrá razones y pasiones que valgan. Esta columna dejará descansar a sus lectores y volverá a publicarse hasta el próximo lunes. Para entonces, como decía la abuela, pájaros nuevos habrá. Que sean estos días de Semana Santa un tiempo para la tranquilidad y la reflexión.