Jaime Sabines. Apuntes para una biografía es el resultado de años de conversaciones entre el extrañado poeta chiapaneco y la periodista Pilar Jiménez Trejo, el libro publicado por Conaculta en 2012 no pretende, afirma la autora, «conformar una biografía; son apuntes, instantáneas y reflexiones sobre momentos cruciales de una vida centrada (o concentrada) en la poesía». La atinada decisión de presentar el texto en primera persona hace que tengamos la sensación de estar ante la autobiografía de uno de los poetas más importantes que dio América Latina en el siglo XX. «Sabines -continúa la autora- hablaba como escribía, por lo que sus palabras, al ser conducidas a la reflexión del oficio creativo mostraban al poeta pensador, filósofo, ensayista y crítico literario que había detrás de ese hombre que reflexionaba sobre la condición humana. En este libro, la voz interna del poeta charla consigo misma».
«Empiezo a escribir poemas a los quince años para las chamacas, sin tomarlo en serio, porque cuando realmente considero que me hice poeta fue al venir a estudiar medicina a la Ciudad de México; ahí escribía a lo loco. Y fue cuando quise ser, y me hice, poeta», comenta Sabines en el tercer capítulo, en el que nos informa que su maestro de botánica y biología de la preparatoria, el maestro Cheo Palacios, lo convenció de que tenía aptitudes para la medicina. En 1945 ingresó a la Escuela de Medicina de la Universidad Nacional Autónoma de México. «Ésta fue la mayor tragedia de mi vida -reflexiona- (…) odiaba la escuela y una sensación física de rechazo me embargaba. La Ciudad de México tendría unos tres millones de habitantes y Tuxtla apenas treinta mil. Volví a sentir la hostilidad y el anonimato que había vivido antes (…)
«Ahí escribía poemas aunque no tengo ningún poema de esa época ni hay publicado nada de eso en mis libros. Pero es justo cuando vengo a estudiar medicina cuando me hago poeta de verdad: en la hoguera o, digamos, en las brasas. En esos tres años me hice poeta, con el dolor, la soledad y la angustia. Compraba unas libretas muy grandes, y no había noche que no me pusiera a escribir de mis angustias, de mis penas, de mi tragedia personal. Escribía páginas y páginas. Nunca salió un buen poema, desde luego. Pero sí agarré el oficio en esos años, porque escribía por necesidad. Tal vez conservo algunas de esas libretas en que hablaba a los ‹hombres del siglo XXI›, pero fue por la soledad, la amargura, el dolor de vivir en una ciudad hostil, por todo eso. Fue mi aprendizaje de la angustia. Comencé a escribir en serio cuando sentí la agresión de la capital, la soledad. Lo primero fue lo hostil de la enorme Ciudad de México, y luego la hostilidad particular hacia mí en la escuela. Me hago poeta a fuerza por la necesidad a mis diecinueve años».
Las horas de soledad hicieron de él un obseso lector, la Biblia se convirtió en su libro de cabecera, leía «la versión de Casiodoro de Reina, porque no te seduce los oídos como la de Fray Luis de León, sino que te seduce el alma, y eso es peor». Otro libro determinante en su formación fue La filosofía perenne, de Aldous Huxley, «que era todo el pensamiento místico oriental. Nunca he pensado que la poesía sea nada más juglarismo, canto. El canto es importantísimo, hay que saber cantar, pero la poesía es también la búsqueda de la verdad humana. No veo gran diferencia entre el poeta y el filósofo. Eso lo discutiría años después con mi gran amigo Fernando Salmerón. Así comprendí que la poesía es la filosofía de la vida, de la condición humana. La poesía no es más que un testimonio del hombre en sus días sobre la Tierra. Después de todo, creo que la poesía no sirve para nada: nadie le hace caso. La poesía es sólo para el alma y a ella habrá de acudir».
Y así, a fuerza de soledad, amargura y dolor, fue formándose un poeta sobre el que, años después, Octavio Paz opinaría: «Jaime Sabines se instaló desde el principio, con naturalidad, en el caos. No por amor al desorden sino por fidelidad a su visión de la realidad. Es un poeta expresionista y sus poemas me hacen pensar en Gottfried Benn: en sus saltos y caídas, en sus violentas y apasionadas relaciones con el lenguaje (verdugo enamorado de su víctima, golpea a las palabras y ellas le desgarran el pecho), en su realismo de hospital y burdel, en su fantasía genésica, en sus momentos pedestres, en sus momentos de iluminación. Su humor es una lluvia de bofetadas, su risa termina en un aullido, su cólera es acerosa y su ternura colérica. Pasa del jardín de la infancia a la sala de cirugía. Para Sabines todos los días son el primer y el último día del mundo»
Jaime Sabines fue acaso el único poeta -mi memoria no registra otro- capaz de llenar el Palacio de Bellas Artes. «Estos son aplausos que lo lastiman a uno», dijo sollozando, conmovido por la ovación de las miles de personas que acudieron a escuchar una palabra cargada de sensaciones, de emociones, de íntimas revelaciones en las que, inevitablemente, cada lector se reconoce.
A 19 años de su partida (murió en la Ciudad de México el 19 de marzo de 1999), lo recordamos con la segunda parte del que él consideraba el mejor de sus poemas.
ALGO SOBRE LA MUERTE DEL MAYOR SABINES
SEGUNDA PARTE
I
Mientras los niños crecen, tú, con todos los muertos,
poco a poco te acabas.
Yo te he ido mirando a través de las noches
por encima del mármol, en tu pequeña casa.
Un día ya sin ojos, sin nariz, sin orejas,
otro día sin garganta,
la piel sobre tu frente agrietándose, hundiéndose,
tronchando obscuramente el trigal de tus canas.
Todo tú sumergido en humedad y gases
haciendo tus desechos, tu desorden, tu alma,
cada vez más igual tu carne que tu traje,
más madera tus huesos y más huesos las tablas.
Tierra mojada donde había tu boca,
aire podrido, luz aniquilada,
el silencio tendido a todo tu tamaño
germinando burbujas bajo las hojas de agua.
(Flores dominicales a dos metros arriba
te quieren pasar besos y no te pasan nada.)
II
Mientras los niños crecen y las horas nos hablan
tú, subterráneamente, lentamente, te apagas.
Lumbre enterrada y sola, pabilo de la sombra,
veta de horror para el que te escarba.
¡Es tan fácil decirte «padre mío»
y es tan difícil encontrarte, larva
de Dios, semilla de esperanza!
Quiero llorar a veces, y no quiero
llorar porque me pasas
como un derrumbe, porque pasas
como un viento tremendo, como un escalofrío
debajo de las sábanas,
como un gusano lento a lo largo del alma.
¡Si sólo se pudiera decir: «papá, cebolla,
polvo, cansancio, nada, nada, nada»
!Si con un trago te tragara!
¡Si con este dolor te apuñalara!
¡Si con este desvelo de memorias
-herida abierta, vómito de sangre-
te agarrara la cara!
Yo sé que tú ni yo,
ni un par de valvas,
ni un becerro de cobre, ni unas alas
sosteniendo la muerte, ni la espuma
en que naufraga el mar, ni -no- las playas,
la arena, la sumisa piedra con viento y agua,
ni el árbol que es abuelo de su sombra,
ni nuestro sol, hijastro de sus ramas,
ni la fruta madura, incandescente,
ni la raíz de perlas y de escamas,
ni tío, ni tu chozno, ni tu hipo,
ni mi locura, y ni tus espaldas,
sabrán del tiempo obscuro que nos corre
desde las venas tibias a las canas.
(Tiempo vacío, ampolla de vinagre,
caracol recordando la resaca.)
He aquí que todo viene, todo pasa,
todo, todo se acaba.
¿Pero tú? ¿pero yo? ¿pero nosotros?
¿para qué levantamos la palabra?
¿de qué sirvió el amor?
¿cuál era la muralla
que detenía la muerte? ¿dónde estaba
el niño negro de tu guarda?
Ángeles degollados puse al pie de tu caja,
y te eché encima tierra, piedras, lágrimas,
para que ya no salgas, para que no salgas.
III
Sigue el mundo su paso, rueda el tiempo
y van y vienen máscaras.
Amanece el dolor un día tras otro,
nos rodeamos de amigos y fantasmas,
parece a veces que un alambre estira
la sangre, que una flor estalla,
que el corazón da frutas, y el cansancio
canta.
Embrocados, bebiendo en la mujer y el trago,
apostando a crecer como las plantas,
fijos, inmóviles, girando
en la invisible llama.
Y mientras tú, el fuerte, el generoso,
el limpio de mentiras y de infamias,
guerrero de la paz, juez de victorias
-cedro del Líbano, robledal de Chiapas-
te ocultas en la tierra, te remontas
a tu raíz obscura y desolada.
IV
Un año o dos o tres,
te da lo mismo.
¿Cuál reloj en la muerte?, ¿qué campana
incesante, silenciosa, llama y llama?
¿qué subterránea voz no pronunciada?
¿qué grito hundido, hundiéndose, infinito
de los dientes atrás, en la garganta
aérea, flotante, pare escamas?
¿Para esto vivir? ¿para sentir prestados
los brazos y las piernas y la cara,
arrendados al hoyo, entretenidos
los jugos en la cáscara?
¿para exprimir los ojos noche a noche
en el temblor obscuro de la cama,
remolino de quietas transparencias,
descendimiento de la náusea?
¿Para esto morir?
¿para inventar el alma,
el vestido de Dios, la eternidad, el agua
del aguacero de la muerte, la esperanza?
¿morir para pescar?
¿para atrapar con su red a la araña?
Estás sobre la playa de algodones
y tu marca de sombras sube y baja.
V
Mi madre sola, en su vejez hundida,
sin dolor y sin lástima,
herida de tu muerte y de tu vida.
Esto dejaste. Su pasión enhiesta,
su celo firme, su labor sombría.
Árbol frutal a un paso de la leña,
su curvo sueño que te resucita.
Esto dejaste. Esto dejaste y no querías.
Pasó el viento. Quedaron de la casa
el pozo abierto y la raíz en ruinas.
Y es en vano llorar. Y si golpeas
las paredes de Dios, y si te arrancas
el pelo o la camisa,
nadie te oye jamás, nadie te mira.
No vuelve nadie, nada. No retorna
el polvo de oro de la vida.
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