Arguyendo una autonomía convenenciera y mojigata, muchas universidades públicas del país se han convertido en territorios de excepción donde puede pasar casi de todo sin que el resto de la sociedad y las autoridades se enteren, y en consecuencia, actúen para sancionar estas acciones que se convierten en delitos. Consumo de drogas, robos y asaltos, acoso sexual, entre otras conductas, son frecuentes en comunidades que suman decenas de miles de personas.
En las últimas semanas sucedieron una serie de acontecimientos al interior de la UNAM que pusieron a la luz pública lo que ha sucedido durante décadas y que las autoridades han tolerado o ignorado en aras de mantener un frágil equilibrio al interior de la universidad.
Luego del asesinato de dos narcomenudistas en las canchas de frontón -lugar que se utilizaba como centro de venta y distribución de drogas- y la denuncia pública de un estudiante que fue amenazado por denunciar a un grupo de pseudo alumnos que consumían drogas frente a la impávida mirada de elementos de seguridad, las autoridades tuvieron que salir a dar un tímido mensaje sobre lo que ocurre al interior de la Máxima Casa de Estudios del país.
Pero es un fenómeno que sucede desde hace mucho tiempo. Que todos conocen y toleran. Hace un par de décadas, siendo estudiante de Relaciones Internacionales de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales, me tocó conocer las entrañas de la Universidad. Entonces como ahora el consumo de drogas era algo común, aunque efectivamente, no generaba mayor problema. En la escuela todos sabíamos donde se conseguía y donde se podía consumir sin problema alguno.
El espacio escultórico o las islas de Rectoría son mudos testigos de miles de estudiantes que se echaban a retozar persiguiendo a los alebrijes de su imaginación. Nadie era molestado, acaso advertido de que el consumo no se realizara a la vista de todos. Lo sabían las autoridades y los maestros, y nadie se mortificaba por ello. Preferían pasar por alto una práctica común que bien ayudaba a soltar la presión de la comunidad estudiantil más grande del país.
Sin embargo, ante la complacencia, el problema fue creciendo y vinculándose a otros delitos más graves. Grupos de narcomenudistas se apropiaron por completo de muchas facultades, gracias a la complicidad de la seguridad interna, llamada eufemísticamente como auxilio vial.
Hace algunas semanas, la revista Proceso publicó un reportaje en el que se denunció la venta de droga al interior de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales (FCPYS) de la UNAM. Nada que no supiéramos quienes estudiamos ahí, y quienes la visitan de manera consuetudinaria como centro de distribución.
Según se reseña, a la venta de drogas se sumó una preocupante alza en delitos como robo y acoso sexual, además que algunas instalaciones de la Facultad ya han sido tomadas por el grupo de al menos 20 dealers, cuyas actividades son realizadas a plena luz. En resumen, cita la revista, Ciencias Políticas se ha convertido en uno de los principales puntos en que se mueve droga al sur de la ciudad de México.
La respuesta ha rayado en el absurdo. El rector Enrique Graue dijo que el combate al narcomenudeo se debe hacer fuera del campus, pero que fortalecerá la batalla a las adicciones dentro de la institución. Es la misma visión de los Estados Unidos, que acusa a México de proveer drogas e ignoran lo que pasa en su territorio.
Prometió que al interior de la UNAM, continuarán las campañas contra el consumo de drogas y se fortalecerá el funcionamiento de la clínica contra las adicciones de la universidad, como si ignorara que este problema ha venido creciendo exponencialmente en los últimos años. El rector Graue dijo que intensificarán las labores de vigilancia al interior de la Universidad para lograr “disuadir gradualmente” la presencia de los vendedores de drogas. Lo van a permitir, pero poquito. ¡Plop!
Es evidente que el rector no quiere problemas ni con quien vende ni con quien consume. Hasta ahora nadie se ha atrevido a hacer un estudio a conciencia de lo que pasa en la UNAM, y por supuesto, en otras universidades públicas del país.
Lo mismo pasa en la Universidad Veracruzana. A pesar de la violencia y el creciente consumo que se registra en todos los campus del Estado, la rectoría prefiere ignorar el problema antes de enfrentarlo. Decenas de casos en los campus de Coatzacoalcos, Poza Rica, Veracruz o Xalapa no son denunciados a las autoridades y la Universidad prefiere callarlo para no hacer más grande el problema.
Pero ni en aras de su propia salud mental e institucional, la Universidad Veracruzana ha realizado una investigación profunda y seria para conocer la dimensión del problema. Y si lo ha hecho, nadie sabe de su resultado.
Seguirá el silencio hasta que, como en la UNAM, el destino los alcance.
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