-Cuando éramos niñas, la gente iba en carretas con bueyes de un rancho a otro para llegar al fandango.
-Los mismos jaraneros están divididos. Somos tan poquitos… ¡Es una lástima!
-Ya ni en Holanda hay interés de los gobiernos por la cultura.
-Vienen muchos comerciantes de las ferias que andan por todo el país.
-Lo bueno es que este año no hubo dinero para traer a las estrellas de Televisa (risas).
-Ya estás borracho, ¡vámonos! Estás haciendo el ridículo.
El coro de voces me iba dando una idea de lo que sucede tras la fiesta de la Candelaria en Tlacotalpan. La música no paraba de sonar ni de día ni de noche. La gente contenta y desvelada recorría las calles visitando los diferentes escenarios instalados para la presentación de músicos, bailadoras y decimistas. Los puestos de comida y los cohetes provocaban un bullicio que aceleraba el andar de la gente.
En alguna esquina se veía un grupo ensayando su repertorio; en otra, un laudero confeccionaba jaranas mientras otros tocaban y una niña zapateaba sobre la tarima; más allá estaban las casas de campaña de los jóvenes de la Ciudad de México, quienes llegan seducidos por los sonidos de Veracruz.
Creo que muchas de las actividades se realizan gracias a la iniciativa independiente de artistas y centros culturales que, aún sin ganancia de por medio, se empeñan en mantener vivo el tradicional encuentro de músicos que se realiza desde 1979 en aquellas latitudes a orillas del Papaloapan.
Del respaldo del gobierno poco se escucha; no obstante, oí decir que en algún tiempo hubo apoyo gubernamental, pero los mismos grupos de son se fueron dividiendo porque unos y otros querían tener el control del evento.
A pesar de todas las vicisitudes, la música y la felicidad se mantienen esos primeros días de febrero. Sones tradicionales, proyectos nuevos que experimentan en diálogo con la tradición, aficionados, público cautivo, todos se reúnen en el mismo espacio para compartir un género musical que se mantiene vivo porque aún acompaña la vida.
El son jarocho es una música que se baila, se canta y da identidad a aquellos que alrededor de él se mueven. El son logra tejer una red comunitaria que hace que la gente se salude, los que se conocen porque se conocen y los que no, porque sienten que al estar esos días en Tlacotalpan comparten un interés, un sentimiento, un valor, un ideal, ¿qué sé yo? La música ahí tiene sentido y une al grupo.
Si bien ensambles destacados como Mono Blanco, Son de Madera, Cojolites o Tlen Huicani abren el fandango o se presentan en el escenario de la Casa de la Cultura, después vendrán todos los demás: los de fuera, los aficionados, los fans, todos ellos se mantendrán despiertos mucho más allá del amanecer. No importa si tocan el mismo son por dos horas, lo importante es lograr esa alegre comunión a través de la música. Propios y extraños se sentarán alrededor de los ejecutantes para aplaudir los ritmos y los versos.
La fiesta termina, pero muchos se irán motivados para seguir indagando en el repertorio del son jarocho y buscarán en la red El coco, El butaquito, Las poblanas, Toro Zacamandú, El son del borracho o La sarna. Querrán conocer a los más entrañables representantes: los soneros de más edad, como don Andrés Vega que, por cierto, no se vieron este año en la Perla del Papaloapan.
Algunos volverán el año entrante para reafirmar su adhesión a este género, que está lejos de limitarse a los escenarios o el museo porque es una música que todavía le da espíritu a la fiesta, la comida y la bebida y, por lo tanto, a la colectividad en la que nace.