Con talento y sin sacrificio es casi imposible conseguir ninguna meta en la vida, pero hacerlo al revés, sin talento pero con sacrificio, tiene mucho más mérito, y así se lo inculcaron a Wilder Penfield en su infancia, en la que no destacaba ni por su mente para los estudios ni por su cuerpo desgarbado y poco práctico para la actividad física. Sin embargo, el voluntarioso Wilder se convenció de que solo a través del estudio lograría ser mejor persona y útil a la sociedad, y no se conformó con recibir una buena formación en letras sino que se atrevió también con la medicina para seguir la tradición familiar de su abuelo y su padre. Su autoengaño para lograrlo fue decirse a sí mismo que era “la manera más directa de hacer del mundo un lugar mejor para vivir”.
Al final, no solo triunfó en la medicina, sino que se convirtió en un referente mundial de la Ciencia por sus descubrimientos al aplicar los principios de la neurofisiología a la práctica de la neurocirugía y conseguir tratar la epilepsia considerada incurable hasta entonces. Tan metódico como perseverante y dogmático en su trabajo, tampoco es de extrañar que fuese un hombre religioso en medio de los increíbles descubrimientos que logró en el campo cerebral y del sistema nervioso, ni que por su humildad prefiriera llamarlos “comienzos emocionantes del estudio del cerebro”.
Wilder Graves Penfield nació el 26 de enero de 1891 en Spokane, Washington. Su familia tenía tradición médica, ya que tanto su padre como su abuelo eran galenos, aunque la consulta privada de su progenitor fracasó y ese hecho afectó a la economía familiar hasta el punto de separarse de su mujer.
La madre se hizo cargo de sus tres hijos cuando Wilder tenía ochos años y se trasladaron a la casa de los abuelos a Wisconsin. Con 13 años el adolescente Penfield vivió la inflexión en su vida cuando su madre se enteró de la creación de las becas Rhodes, destinadas a alumnos extraordinarios en sus condiciones físicas y mentales, y pensó que estaba hecha a la medida de su hijo. Wilder aceptó el reto y se preparó a conciencia durante los siguientes años en la Universidad de Princeton, pero lo máximo que consiguió el primer año fue ser suplente en el equipo de fútbol americano de los novatos.
Wilder Penfield probó con la lucha grecorromana y, además de musculatura, ganó el trofeo de lucha de la Universidad y logró un puesto de defensa en el primer equipo de fútbol americano. A pesar de que pensaba que jamás se dedicaría a la profesión en la que su padre fracasó, las clases de su profesor de Biología y el convencimiento de querer ayudar a la gente inculcado por su madre le hicieron pensar que era la vía más directa para mejorar el mundo.
Penfield se convirtió en un destacado deportista: era defensa en el equipo de fútbol, entrenador del de béisbol, delegado de curso y alumno destacado, pero la beca no llegó cuando la necesitaba, así que decidió costearse sus estudios entrenando más equipos y dando clases. Sin embargo, al año siguiente le concedieron la deseada beca, y a finales del otoño de 1914 el joven Wilder se trasladó a Oxford. Allí conoció a dos profesores que marcaron su vida para siempre: Osler y Sherrington, quienes con buen ojo vieron en Wilder un futuro buen médico, le aconsejaron qué estudiar para que le sirviese a su regreso a Estados Unidos y le abrieron los ojos para que se diera cuenta de que el sistema nervioso era “un campo inexplorado en el que algún día podría explicarse el misterio de la mente humana”.
Precisamente en casa del doctor Osler Penfield se recuperó de las heridas sufridas en 1916, cuando un torpedo alemán hundió el barco en el que cruzaba el canal de la Mancha para incorporarse a un hospital de la Cruz Roja en Francia. Iba a servir en el frente en la Primera Guerra Mundial, pero a raíz del suceso fue incluido en la lista de bajas y su necrológica hasta apareció en un periódico americano, aunque él se recuperó de sus lesiones y decidió explorar ese territorio desconocido mencionado por sus mentores.
Wilder Penfield regresó a Estados Unidos en 1918 para recibir su doctorado, pero no tardó en volver a Oxford junto a Sherrington para saciar ese gusanillo de sabiduría sobre el desconocido mundo cerebral.
A partir de la década de los años 20 Penfield fue cambiando de destino, hospital e investigación según donde hubiera dinero y medios para ser fiel a lo que ya le apasionaba. De esta forma, pasó por el Instituto Neurológico de Nueva York trabajando en una cura para la epilepsia, por Quebec en un nuevo instituto de investigación, fue profesor en la prestigiosa Universidad McGill y en el Hospital Reina Victoria, además de perfeccionar su técnica microquirúrgica en Nueva York, Madrid y Breslau (Alemania). Todo ello, antes de aceptar el cargo como director del nuevo Instituto Neurológico de Montreal, lo que le sirvió de excusa para, en 1934, conseguir la nacionalidad canadiense y empezar a lograr los avances por los cuales es más conocido.
Este instituto de Montreal supuso para Penfield un sueño hecho realidad, ya que se dio cuenta de que él solo no llegaría tan lejos en el campo de la neurología como rodeado de otros científicos, neurocirujanos y patólogos que trabajaran juntos en espacios reducidos y compartieran información para acercarse a la comprensión de la mente humana.
En una de sus investigaciones, el ya entonces reconocido investigador Penfield llevó a cabo su idea de realizar una cirugía en pacientes que estaban despiertos utilizando una sonda eléctrica sensible para observar el efecto de la estimulación cerebral en el cuerpo. Consideró que se trataba de un enfoque nuevo y nunca antes planteado en el ejercicio de la neurología, así que no dudó en aplicarlo a los pacientes con epilepsia más severa.
La epilepsia, para Wilder Penfield, era como una especie de cortocircuito en el cerebro, ya que la mayoría de los pacientes experimentaba una combinación de sensaciones y emociones antes de sufrir un ataque epiléptico. La innovación del neurocirujano canadiense consistió en utilizar impulsos eléctricos en varias áreas del cerebro y, basándose en el testimonio del paciente consciente, saber qué zonas estaban afectadas y reducir los riesgos durante la cirugía.
Esta práctica, conocida como Procedimiento Montreal, también permitió compilar mapas de los córtex sensorial y motor del cerebro, que son los que presentan las conexiones de los córtex a los diversos miembros y órganos del cuerpo y que continúan siendo usados en la actualidad tal y como Wilder Penfield los descubrió.
A fines de la década de los años 60 los métodos del neurocirujano se habían perfeccionado tanto que aproximadamente la mitad de sus pacientes epilépticos se curaba y el número y la gravedad de las convulsiones se habían reducido otro 25 por ciento.
Otro gran hallazgo a partir de esa electroestimulación sobre el córtex temporal fue que los pacientes podían recordar momentos, emociones y hasta olores vividos y que creían olvidados pero que en realidad estaban grabados neurológicamente.
Wilder Penfield se centró también en las funcionalidades de la mente y no sólo revolucionó la neurocirugía, sino que también sentó las bases de su gran influencia en campos relacionados como la neurología y la neuropsicología, además de realizar numerosos experimentos que, entre otros resultados, resolvieron un debate sobre la estructura celular del cerebro.
Penfield, convertido en el neurocirujano más destacado de la época, hasta le realizó una pionera y compleja intervención quirúrgica a su hermana. El procedimiento no tenía precedentes en su complejidad y la mayoría de los cirujanos no lo habrían ni intentado pero él se atrevió a eliminar un tumor cerebral con éxito aunque, por desgracia, apareció de nuevo y su hermana falleció tres años después.
El doctor Penfield se jubiló de la Facultad de Medicina de McGill en 1954, pero continuó como director del Instituto de Neurología y dedicó los últimos 15 años de su vida a disfrutar de una segunda carrera como escritor de novelas históricas y biografías médicas. Su interés y motivación no cambiaron, y lo hizo como servicio público, en especial en apoyo a la educación universitaria. Sus escritos de este periodo incluyeron ‘El misterio de la mente’ (1975), que resume sus puntos de vista sobre el problema mente/cerebro, y ‘Ningún hombre solo’ (1977), una autobiografía de los años 1891-1934.
Wilder Penfield murió a causa de un cáncer el 5 de abril de 1976 a la edad de 85 años, pero su legado en la que fue su casa, el Instituto Neurológico de Montreal, continúa activo y siendo una referencia mundial.
La epilepsia se convirtió en la gran inspiración de Penfield, y sus estudios quirúrgicos arrojaron grandes avances sobre los tumores cerebrales, los mecanismos del dolor de cabeza, la localización de las funciones motoras, sensoriales y del habla, el papel del hipocampo en los mecanismos de la memoria, además de ser la base de las teorías modernas de la función separable de los dos hemisferios cerebrales, construidas sobre sus hallazgos.
El doctor Penfield contribuyó, más de lo que él pensaba, a descubrir ese mundo infinito de neuronas y conexiones cerebrales y hacerlo mucho más sencillo e inteligible para la Ciencia actual.
Con información de El País