A lo largo de la historia, ciudades enteras han quedado sepultadas bajo la lava tras las repentinas erupciones de volcanes. Las ruinas de Pompeya, cerca de Nápoles, son uno de los mejores testimonios de cómo el Vesubio y otros gigantes de la naturaleza son capaces de acabar con la vida en un instante.
Hoy en día, millones de personas en todo el mundo siguen viviendo cerca de volcanes activos a pesar de que éstos pueden empezar a rugir en cualquier momento. En la actualidad, hay una treintena de volcanes en el mundo en erupción. Este miércoles, el Mayon, en Filipinas, ha escupido una columna de cenizas de cinco kilómetros de altura que elevó a 61.000 el número de personas desplazadas desde que el 13 de enero comenzó a emitir lava.
Aunque llevan mucho tiempo intentándolo y tienen algunas pistas, los científicos siguen sin poder determinar con exactitud cuándo una de estas montañas va a entrar en erupción. Cada volcán es distinto y según el tipo de erupción, cuentan con más o menos señales de alerta.
«Cuando las erupciones son muy grandes e involucran ascenso de magma a la superficie, normalmente se ven señales, aunque no se puede saber el momento en el que va a entrar en erupción. Suelen ser sismicidad, deformación, variación en las emisiones de gases o cambios en la señales de gravedad. Pero las erupciones de tipo freático, que son aquellas en las que básicamente se produce una explosión de gas, son mucho más difíciles de predecir que las que involucran magma», explica Társilo Girona, investigador del Jet Propulsion Laboratory (JPL) de la NASA.
Este físico alicantino de 32 años es el autor principal de un estudio que demuestra que los ciclos lunares influyen en los sistemas volcánicos y y sugiere que es posible anticipar su actividad siguiendo la de las mareas. Los detalles de su investigación se publican esta semana en la revista Scientific Reports.
«No hay un patrón concreto de erupción», señala en conversación telefónica con EL MUNDO desde California. «La del volcán filipino de Mayone empezó siendo freática, pero la explosión de gas derivó en magmática».
Según relata, su objetivo era estudiar si había alguna correlación entre los ciclos de las mareas y la actividad volcánica pues desde hace mucho tiempo se ha intentado determinar si existía. «El problema es que no había datos suficientes. Aquí afrontamos el problema desde un ángulo distinto, viendo si las fuerzas de la marea generan alguna señal detectable que indica que el volcán está en un estado crítico», relata.
Su investigación se centró en el Ruapehu, un volcán de Nueva Zelanda que en los últimos 15 años ha mostrado un amplio espectro de comportamiento, con periodos de reposo, varios aumentos de actividad y una gran e imprevista erupción freática en septiembre de 2017. Además, añade, los científicos de Nueva Zelanda vigilan de cerca este volcán desde que se produjo una gran erupción en 1996, lo que se ha traducido en que hay disponibles datos sísmicos continuos y de libre acceso.
En la montaña se han colocado sismómetros para monitorizar su actividad: «Nos centramos en una vibración persistente del suelo que se llama tremor, analizamos su evolución desde 2004 a 2015 y cómo estaba correlacionado con las fuerzas de marea», explica.
Su conclusión fue que a lo largo de esos 13 años no se observó ninguna conexión excepto de dos a tres meses antes de la erupción de 2017, cuando se detecto una correlación entre la actividad volcánica y los ciclos de las mareas: «Esto significa que cuando el volcán es sensible a los ciclos lunares, está en un estado crítico que puede dar lugar a una erupción», explica.
La amplitud sísmica, es decir, la vibración del suelo, era menor con luna llena y luna nueva, y vibraba más en la fase de cuarto menguante o creciente aunque, según subraya, esto no significa que en ciertas fases de la luna sea más probable que entre en erupción.
Alertas a la población
«Lo más importante en vulcanología no es saber en qué momento exacto va a entrar en erupción. Es más relevante y factible detectar cuándo va a estar en un estado crítico para poder cambiar los niveles de alerta«, afirma Girona. Según señala, «hay muchos ejemplos en la literatura donde se muestra que ha habido fallos a la hora de prever una erupción, por lo que uno de los grandes objetivos de los vulcanólogos es combinar distintos tipos de datos para fallar menos«.
Desafortunadamente, sigue habiendo erupciones que se cobran vidas humanas, como la que tuvo lugar en 2014 en el volcán japonés Ontake, que se saldó con 63 víctimas mortales.
En otras erupciones no hay víctimas, pero sí pérdidas económicas como ocurrió el pasado noviembre en el Monte Agung, en la isla de Bali. El volcán obligó a evacuar a 70.000 personas de los alrededores y 100.000 viajeros resultaron afectadas por las restricciones aéreas debido a la acumulación de cenizas y gases en la atmósfera, pues las partículas se dispersaron hasta cuatro kilómetros de la cumbre. Dos meses antes, se habían producido diversos terremotos, precursores de la erupción.
Con información de El Mundo.es