En mayo de 1818, el capitán John Ross (1777-1856), al mando de una expedición inglesa que buscaba el mítico Paso del Noroeste, en el Ártico Canadiense, atisbó que los blancos acantilados del cabo de York tenían trazas de color carmesí, que semejaban manchas de sangre. El aventurero fondeó uno de sus barcos y tomó muestras que llevó a Inglaterra para que pudieran ser analizadas. La noticia saltó incluso al diario “The Times”, en donde se atribuyó el color rosado al hierro procedente de algún meteorito asentado en la superficie helada. Se trataba de un curioso fenómeno conocido con el nombre de “nieve sandía” (watermelon snow).
Se repite todos los años en la Sierra Nevada californiana y en las montañas del Colorado, en altitudes comprendidas entre 3.000 y 3.600 metros. Cuando llega la primavera sus cumbres nevadas se tiñen de un manto rosado, que hace las delicias de los esquiadores. No es el único lugar del mundo donde se puede contemplar, también se puede admirar en Rusia, Canadá, Groenlandia e incluso en el monte Neltner (Marruecos). En nuestro país se ha constatado su presencia en el Pico de la Veleta, en Sierra Nevada.
No se trata de un efecto óptico, ya que si introdujéramos la nieve en un recipiente y dejáramos que se derritiese, se obtendría un líquido de color rosáceo. Por otra parte, tampoco es ninguna novedad ni es producto de la contaminación, ya Aristóteles (348-322 a.C) en sus tratados sobre la Naturaleza (Parva naturalia) hacía referencias a este tipo de nieve.
Las responsables del inusual color de la nieve sandía son unas algas verdes microscópicas conocidas como Chlamydomonas nivalis, las cuales poseen además de la clorofila un pigmento de color rojizo (astaxantina) en su envoltura, de la familia de los carotenos. Esta sustancia actúa a modo de filtro solar, protegiendo al alga de las temidas radiaciones ultravioletas, pero permitiendo el paso de otras longitudes de onda necesarias para realizar la fotosíntesis.
Chlamydomonas nivalis, a diferencia de la mayoría de las algas de aguas dulces, es capaz de sobrevivir a hábitats fríos. Durante los meses invernales las algas permanecen “dormidas” y cuando la temperatura se eleva “despiertan” y se expanden con rapidez. Se calcula que las poblaciones de la Chlamydomonas nivalis superan los varios millones de ejemplares por centímetro de nieve y son capaces de concentrarse en espacios que llegan hasta los 25 centímetros de profundidad.
LNo es el único tipo de alga capaz de sobrevivir a temperaturas muy frías, hay unos 350 tipos diferentes capaces de hacerlo. Algunas de ellas pueden teñir la nieve de color negro, marrón o amarillo.
Otro efecto del cambio climático
Durante años la nieve sandía no pasó de ser una curiosidad de la naturaleza, hasta que la botánica húngara Erzsébet Kol (1897-1980) estudió durante casi cinco décadas las nieve sandía de casi todos los lugares del mundo. Sus estudios permitieron encontrar el lado oscuro del fenómeno, ya que reduce el albedo o reflectividad de la nieve, es decir, el porcentaje de radiación que emite o refleja. Esta coloración provoca que la nieve absorba el calor del sol en lugar de reflejarlo, acelerando hasta un 13% el proceso de derretimiento. En otras palabras, la nieve sandía hace estragos allí por donde acampa. La nieve sandía es otro de los muchos epifenómenos del cambio climático.
Estas algas se alimentan de los minerales de los cantos rodados, de los detritus de diversos materiales que caen sobre la nieve, de restos de plantas y algas muertas, así como de pequeños insectos que son descompuestos por bacterias y hongos.
Los poderosos vientos que azotan la montaña también sirven para dispersar las “células durmientes” de estas algas a las montañas distantes, de forma que Chlamydomonas nivalis continua de forma inexorable el ciclo de la vida.
Por último, el nombre de la nieve no hace referencia únicamente a su color, algunas personas que la han probado han constatado que tiene un discreto sabor a sandía.
Con información de ABC.es