El crecimiento exponencial de los grupos de delincuencia organizada, una guerra civil soterrada que ha dejado el mayor número de muertos en un país en paz, una corrupción que ha alcanzado una metástasis entre la clase política y las fuerzas de seguridad de todo el país, no han sido razones suficientes para debatir de manera seria y propositiva el fin de la guerra contra el narco.
Y no han sido suficientes porque para una clase política ignorante, timorata y moralina, es necesario poner en la mesa al menos dos asuntos fundamentales: pactar institucionalmente con el narco –es decir, el Estado con los grupos de delincuencia organizada-, y permitir el consumo regulado de drogas blandas como la marihuana. Debemos hacerlo ya.
La primera propuesta es la más arriesgada, la más polémica; sin embargo, sólo se daría una salida institucional a lo que ya sucede en los hechos y que no nos ha generado solución alguna. Como dijimos ayer en este espacio, las guerras las pelean los soldados, no los generales, y éstas terminan cuando los enemigos pactan la paz.
En todos los niveles de autoridad, desde el gobierno federal hasta cualquier administración municipal, lo políticamente correcto ha sido rechazar de inmediato cualquier tímida sugerencia en ese sentido. La realidad es que quienes forman el gobierno –no el Estado como tal-, hace mucho tiempo que pactaron con ellos.
Procuradores de Justicia, secretarios de estado, zares antinarco, mandos de las fuerzas armadas, de las policías en todos sus niveles, gobernadores, diputados, presidentes municipales, entre muchos otros, han sido señalados por sus vínculos con la delincuencia organizada. Para muchos sólo ha quedado en la acusación pública, sin embargo, muchos otros hoy se encuentran bajo investigación o en la cárcel purgando condenas por este hecho.
Al mismo tiempo, en varias regiones del país, los cárteles lo controlan todo: imponen jefes de policía, pagan la nómina de corporaciones –quienes en muchas ocasiones también sirven de sicarios-, operan con la propia infraestructura oficial –patrullas, telecomunicaiones, etc-, y se resguardan en cárceles mantenidas por el gobierno pero administradas por ellos mismos mediante autogobierno.
Imagínenos. Tan sólo imaginemos. Un acuerdo –se tendría que definir la figura jurídica y sus alcances- pondría fin a este sometimiento de la autoridad frente a la delincuencia organizada, corrigiendo de fondo la descomposición funcional de las instituciones.
En mucho casos, y así se ha estudiado, la violencia se ha vuelto cada vez más exacerbada porque los grandes capos no tienen alternativa. Carecen de un futuro posible y su vida radica en matar o morir. Toda vez que les ha sido cancelada la posibilidad de redimirse, no les queda más que escalar la violencia contra otros grupos o la sociedad misma.
Pero ellos también aspiran a un reconocimiento social. Los líderes de los cárteles –no los sicarios de la calle que despojan una vida apenas por 500 pesos- intentan vivir en zonas residenciales con un bajo perfil, mandan a sus hijos a universidades privadas e intentan separar su entorno familiar de la violencia de su actividad delictiva.
¿Qué implicaría un pacto? Aquí algunas respuestas eventualmente posibles. Para eso es necesario el debate y el análisis de los escenarios.
Que estos grupos vuelvan al orden establecido y restituyen la tranquilidad y paz social como parte del acuerdo. De poco les sirve contar con miles de millones de pesos, generalmente en efectivo, si por lo general no tienen la posibilidad de gastarlos en viajar al extranjero, visitar un centro turístico o ir a un centro comercial.
Como ha sucedido en otros países, habría una especie de amnistía, que no necesariamente implicaría un borrón y cuenta nueva. De acuerdo a los crímenes cometidos, se establecerían penas en prisión y una vez que estas se cumplan, se les dotaría de una nueva identidad.
A cambio, se tendría que asegurar una efectiva reparación del daño a las víctimas y que un monto muy importante de sus ingresos pasaran a formar parte de las arcas del estado para fortalecer a las instituciones en este periodo de transición. En este momento, esos miles de millones de dólares no generan riqueza, no sirven al desarrollo, sólo se utilizan para sobornos y pago a delincuentes.
Tendrían que decirlo ellos mismos, pero es posible que quien tiene 5 mil millones de pesos escondidos, acepte entregar tres cuartas partes a cambio de poder llevar una vida pública y tranquila con el resto del dinero.
Debemos dejar atrás el doble discurso y la falsa moral. A miles de mexicanos no sólo los están matando las balas, también nos está matando una hipocresía perversa.
No estoy proponiendo que pactemos con los delincuentes y que permitamos el consumo de la marihuana. Lo que aquí se propone es que se debata con inteligencia, con integridad, sin lugares comunes ni descalificaciones a priori, valorando los alcances de estas acciones en nuestra vida cotidiana.
Es tiempo de que fumemos la mota de la paz. Continuaremos con el tema…
Las del estribo…
- Entre el ORFIS, la Contraloría y el Llanero solitario siguen encontrando desvíos multimillonarios en todas las áreas del gobierno. El chiquero es más grande que las granjas Carroll. Pero hasta ahora, siguen asustando con el petate del muerto. No han logrado atrapar más que una que otra lebrancha. Otros andan hasta de luna de miel.
- Según el portal AVC Noticias, construir los siete kilómetros del libramiento de Cardel costó 10 años y casi 400 millones de pesos. Cosas de la vida, lo que inició Fidel lo inaugura Miguel Ángel. Así la tragicomedia que empezó con la corrupción fidelista y culmina con la cábula de que siete kilómetros nos llevarán hasta la frontera con EU.