Madrugada. Por fin llego a casa. La contractura en mis hombros no es novedad, me urge un masaje, pero ante la falta de tiempo, me conformo con descalzarme y disfrutar el frío del suelo en la planta de mis pies, una lata de aceitunas rellenas de anchoas y un poco de tinto, esta vez me va bien el Merlot de Postales del Fin del Mundo: joven, aromático y afrutado; sin duda el maridaje perfecto para esta noche.

Bailo, brinco, canto y aplaudo por varios minutos… apenas comienza la semana y ya necesito hacer katarsis. Respiro y pongo Razones de Bebe. Muero de risa y me auto descubro –otra vez- un poco loca. Debe ser que no me puse un hilo rojo este día para “protegerme” de la energía del eclipse.

Sí, desde hace semanas todo el mundo se alucinó con ese tema. Como si no hubiera suficientes cosas de las cuales ocuparse, mi whatsapp se saturó de videos científicos, informativos o de parodia, recomendaciones, chistes, bromas, rituales energéticos, oraciones, memes y mucho más. Sin duda un eclipse es todo un acontecimiento.

Al concluir el fenómeno, varias personas de mi entorno comentaron que imaginaban que se iba a oscurecer todo. Recordé entonces el del 11 de julio de 1991, aquella vez los mexicanos tuvimos oportunidad de presenciar el maravilloso trayecto de la luna interponiéndose en su totalidad entre la tierra y el sol. Fue inevitable sentirme afortunada cuando caí en cuenta que, en efecto, muchos de mis interlocutores no habían nacido en esa fecha.

Entonces las recomendaciones no llegaban vía celular, sino que el periódico, la televisión y la radio se encargaban de hacernos saber que era peligroso mirar el fenómeno directamente, motivo por el cual repartieron a granel unas gafas de cartón con una especie de papel celofán para proteger los ojos. Explicaban que mientras había oscuridad total podríamos mirar sin protección pero que, de todo, lo más dañino para la retina era el primer rayo de sol que se asomaba una vez que la luna se desplazara para descubrirlo.

El marketing en torno a ese día especial fue impresionante, tan sólo en Puebla vendían playeras, gorras, calcomanías, fotos, portarretratos, llaveros y un sinfín de recuerdos; pero llegó a tal grado que incluso salió una edición especial de un automóvil denominado Golf Eclipse.

La vida ha cambiado demasiado en estos 26 años. Yo apenas había cumplido nueve. Junto con mis padres y hermano viajamos especialmente a Puebla para presenciar el evento del siglo desde los Fuertes de Loreto y Guadalupe. Tal como habían advertido en las noticias, al oscurecerse por completo los perros y las aves se fueron a dormir en esa noche que duró sólo unos minutos. Nosotros cargamos con tripiés, cámaras –fotográficas y VHS-, infinidad de rollos de celulosa y filtros para captar el momento; mientras que actualmente basta con tener el celular a la mano para hacer fotos e incluso video.

Lo que no ha cambiado son las creencias de que la energía de la luna eclipsada afecta a los seres humanos de modo singular; que las embarazadas deben resguardarse en casa, además de protegerse con un listón rojo y algo metálico porque de lo contrario el bebé puede nacer con labio leporino o algún síndrome. Esto me recuerda la canción de un talentoso amigo, Rafael Campos: Qué no hará la luna con pequeños llantos, si he visto lo que hace con el mar…

Esta vez, en México sólo se observó un porcentaje del eclipse, pero lo cierto es que toda la emoción e interés que percibí a través del chat y las redes sociales no fue la misma de las personas en vivo y  a todo color, lo que una vez más me lleva a preguntarme si el éxito de estos medios es que nos permiten adoptar poses, pasar de activistas, ambientalistas, religiosos, feministas o los más interesados respecto de un tema particular cuando nuestra realidad es distinta.

Ese será sin duda tema para otra ocasión, por ahora, el tinto se acabó y la energía de la luna me obliga a ir a la cama, porque no hay hilo rojo que logre que mantenga abiertos los ojos mucho más rato.

Liz Mariana Bravo Flores

Twitter: @nutriamarina

Xalapa, Veracruz.