Breves relatos de Terror, Desobediencia y Amor

 A la memoria de Edgar Allan Poe

El objeto

Todo empezó cuando te encontraste ese objeto, lo recogiste del suelo, entre los cacharros que se guardaron durante tantos años, te agachaste lentamente; lo tomaste, conforme te ibas incorporando, vi como tu mano lo apretaba fuertemente. Palidecías, levantabas tu mirada hacia el techo de la habitación, como tratando de no pensar, al mismo tiempo que llevabas tu mano, apretándola con fuerza en esa cosa, hacia el pecho. Vi como cambiaba el color de tu rostro, de pálido a intensamente rojo, quisiste decir algo, no pudiste, convirtiéndose en un ruido áspero   los sonidos guturales a través de tu garganta, ruido que se apago, como si ese fuera sido tu grito, apagado en un silencio que se ahogaba en la profundo de ti, y callaste, desde entonces, solo balbuceas, como queriendo decir lo que no pudiste emitir a través de tus cuerdas bucales, que se silenciaron en la profundidad de tu ser.

Así haz estado, mirando la lejanía, callado, como pensando, y no haz dejado de apretar tu mano, nunca entendí que era esa especie de circulo metálico, con colores que te ha provocado todo esto. No logro alcanzar a comprender lo que tratas de decir con palabras ahogadas con el hilillo de voz, casi imperceptible, cuando intentas decirme algo. Por más que me acerco a ti para tratar de escucharte y entender, tratar de entender alguna palabra, hasta sentir tu aliento y tocar ligeramente tus labios con el pabellón de mis oídos, y sentirlos húmedos. Así haz querido decirme algo muchas veces, pero no alcanzas a terminar la frase.

Anoche estuviste inquieto, una especie de espasmo te sacudía, intentabas acomodarte de una lado y de otro, y entre sueños mencionas nombres, palabras, frases; te escuche decir; ¡ya!, ¡ya Brito! deja de meter las manos al PRI. Guarde silencio, aterrorizada en la oscuridad y la quietud de la noche, respirabas agitadamente, tu frente empezó a brillar en humedad. Esferas luminosas escurrían como  perlas líquidas por ella, haciendo más siniestro tu rostro, y empezaste ha articular palabras, de forma más rápida, con angustia, que brotaban de lo profundo de tu ser, con ansiedad; y dijiste; ¡Gonzalo!, lo escuche bien, he inmediatamente más palabras, claras; decías;  Gurrión, dijiste Olivares. Trataba de entender por que repetías esos nombres  y apellidos con tanta vehemencia y terror, de pronto, en un rictus de muerte, abriendo los ojos desmesuradamente, gritaste, con desesperación; ¡Alicia!…¡basta!, ¡basta, basta!, ¡saquen las manos del PRI! Entonces, corrí a la habitación de arriba de la casa, y vi el objeto metálico que habías encontrado, y  apretado fuertemente en tu mano durante mucho tiempo, con sus tres colores, en cada color había una letra; en el verde la P, en el blanco la R y en el rojo la I… Entendí entonces tu cara de asombro, de espanto, lo feroz de su impacto en tu consciencia, y el horror del recuerdo de esos seres que  mencionas, que aún permanecían ahí.

Desobediencia

Recuerdo tus cantos del Paraíso perdido, tú pasión por Milton, tú canto y su canto a la musa celestial, tus recuerdos de la desobediencia del hombre que tomó el fruto de aquel árbol prohibido, cuyo gusto, trajo al mundo la muerte. Así me lo decías y lo decías, cuando había ocasión de repetirlo, me dijiste que todas las desgracias de este mundo fueron por la pérdida del Edén, así lo dijiste, una y otra vez, muchas veces, y repetías que la conquista bienaventurada para nosotros, fue desde la cumbre solitaria de Oreb, de donde se inspiró al pastor, que fue él, el primero en enseñar, como saldrían el cielo y la tierra del caos. O desde la colina de Sión, emergían los buenos deseos de esa bienaventuranza, en la que siempre creíste. Y de Siloé, invocabas, atrevido tu canto, lleno de plegarias, como emitiendo un tímido vuelo sobre los montes de Aonia en estos tiempos, tiempos inciertos, de desesperanza.

Y Tú, ¡Oh espíritu!, que prefieres a todos los hombres de corazón recto y puro, quisiste instruirlos a ellos, que nunca escucharon, y que ahora en tus delirios los nombras, como causantes de las desgracias que nos acontecen, que ni en la profunda extensión del infierno, tendrán cabida, porque en el cielo, no serán favorecidos. ¡Oh! Montaña de Oreb, desde esta altura siempre los viste transgredir, y callaste, no hubo rebelión en ti, te avergonzaban, pero no te revelabas. Quisiste una rebelión, pero todo estaba dado. La serpiente infernal, proseguía su camino, su camino que era su destino y tú destino. Ahora te atormentas por su malicia, su envidia y quisieras venganza, que se reparen los daños que con sus acciones de complicidades hicieron. Tú, no pudiste ser un espíritu rebelde, no tenías la fuerza para ello, no tenías la malicia, y les ayudabas a sobrepujar, por eso que llamaban y llamas poder, un poder mal entendido, un poder para hacer las cosas mal. Nunca alcanzaron dominarse, siempre fueron ambiciosos para ellos, pero no para el pueblo que deberían organizar y beneficiar, y ahora envueltos en las llamas del rechazo, te das cuenta, que el fuego castiga a quienes no tienen fondo y están en la perdición, quieren permanecer ahí, en el cargo, encadenados como todopoderosos, aunque se revuelquen en el abismo ardiente de su complicidad infernal.

¡Qué importa la pérdida de algunas batallas! Si aún no está todo perdido, exclamaste un día emocionado. Tu voluntad inflexible de sed inmortal y tú valor, no querían humillarse, ni acatar el deseo de esos seres que se habían apoderado del poder, sería una bajeza, una vergüenza, una ignominia seguírselos permitiendo.

Flor de lirio

Ella le compartió de su vino y del pan. Del vino que es glorioso y del trigo vuelto pan por las manos del hombre, y se bendijeron de palabras, y se miraban sin mirarse. Ella reía revestida de un brillo de felicidad que deslumbraba, y era la luz del reino de la bienaventuranza, de la paz y del silencio, que se tomaba del brazo de incesante deseo de mutua alianza. Contagiados de un sólo pensamiento igual e idéntico. De espíritus de inconmesurable fuerza de voluntad. La verdad siempre, siempre la verdad, le dijo ella en un susurro en el oído, y le beso suavemente,  el aire fresco de la noche, cubría sus cuerpos, y el cielo envuelto de nubes grises  encapotaban la lejanía del espacio infinito.