Jáltipan tiene una historia muy antigua, la de los nahuas que llegaron a poblar el sur de Veracruz hace más de un milenio, además de los antecedentes Olmecas que habitaron estas esplendorosas tierras. La vida del pueblo tuvo su primer sobresalto a la llegada de los españoles pues sus dioses, costumbres, sus vidas se adecuaron a los invasores y el pueblo se rehízo en esa convivencia, aceptó sus deidades, conservó sus creencias milenarias,  pasando de ser un pueblo de chozas de barro y palma  a uno en donde convivían construcciones con techos de tejas que sobresalían en lo alto del cerro donde se instaló Jáltipan,  pues los antiguos pobladores refundaron aquí su ciudad ante el acoso de los piratas en las riberas del mar y del gran río de la serpiente, el Coatzacoalcos. Ya a principios del siglo pasado el pueblo mostraba una bella fisonomía, de casas de anchos corredores, de arcos, su iglesia, el palacio municipal, eran los edificios imponentes vistos desde el cerro de la Malinche, la punta más alta de la loma. El desarrollo del pueblo estaba fincado en la producción de sus campos, en los oficios de los pobladores, en el intercambio o trueque entre su gente. Era el desarrollo natural de un pueblo indígena, que mostraba sus alegrías en sus fiestas, en el fandango que tenía un kiosco exclusivo en el parque del pueblo, en los alimentos que recelosos los jaltipanecos habían conservado desde los años primeros: el tachogogui, la cuanasnaga, el popo, los tamales de peje, la tortuga en moste, en recibir a los familiares de la isla de Tacamichapan para celebrar al Santo Patrono San Francisco de Asís, y a todos los visitantes con suculentos alimentos, los aromas de la fiesta inundaban sus calles arenosas y parecía que nada perturbaría la armonía y la paz alcanzada hasta los años cuarenta.

Desde los descubrimientos de petróleo a ras de suelo en el poblado de San Cristóbal, municipio de Minatitlán, río arriba en el Coatzacoalcos a principios del siglo XX, empezó una nueva historia para el sur de Veracruz: “Estos ‘enganchadores’ trabajaban de acuerdo con la compañía El Águila, que traían a nuestra gente para las diferentes obras que se hacían. El sistema que tenían los ‘enganchadores’ cuando llegaban al Istmo era éste. Primero hacían una fiesta, se ponían de acuerdo con el presidente municipal, ponían una mesa con dinero y tocaba la música. Le preguntaban a la gente que quién quería trabajar. Si tu querías, te decían: si, como no, nada más que tienes que ir a trabajar a Minatitlán. Te preguntaban que cuanto tiempo, tu le decías por ejemplo 7 meses, que es lo que la mayoría decía. Entonces te daban un adelanto, $1.50 por día. Y si te huías, te agarraban y te cobraban más de lo que te habían dado.”, nos dice Dimas Cazarín* en un historia de vida de un zapoteco que vino a trabajar y a vivir a Minatitlán, una ciudad construida por guetos de gente de diversos orígenes: polacos, ingleses, chinos, indígenas de la zona,  zapotecos de diversos pueblos que formaron cofradía en honor a los santos patronos.

A Jáltipan no fue el petróleo sino el azufre lo que le movió los cimientos. Al pueblo llegaron los gringos de Azufrera Panamericana y muchos norteños que traían sus costumbres y sus formas de vidas distintas al suelo que ahora pisaban. A los pocos años del arribo de la industria al pueblo, en el año de 1959,  un temblor de 7.0 en la escala de Richter echó abajo al hermoso pueblo chogostero**.  Jáltipan no fue reconstruido, sino que se derribó lo que quedaba, se trazaron las calles anchas, se dió crédito a los trabajadores para hacer casas cajas de cemento sin importar las condiciones de calor intenso de la zona mientras las costumbres también cambiaban, el son jarocho pasó a segundo término,  la despensa que la azufrera  otorgaba de manera espléndida a los trabajadores cambió la alimentación, el jamón, el pan de caja, la mortadela, mayonesa, etc, etc,  se integraron al cambio. Los guisos para las bodas, moles, decayeron ante las carnes,  se olvidaron los oficios y  muy pocos siguieron aferrados a las enseñanzas del pasado. Importaba ser azufrero y para serlo no se requería estudios. Creció el alcoholismo, la prostitución y el consumismo, nada se reparaba, todo se cambiaba.  Cierto que la azufrera financió escuelas de alta calidad académica, una excelente clínica de salud, y por cuatro decenios la vida estuvo a la alza, parecía un nuevo mundo feliz, había tranquilidad en sus calles.

Principios de los noventas. La bonanza llegaba a su fin, en la región se contrajo la industria del petróleo y de la noche a la mañana la azufrera cerraba sus puertas. Miles se quedaron sin empleos, muchos miles se quedaron sin dinero, la realidad fue abruptamente interrumpida para dar paso a la incertidumbre y al derrumbe de una sociedad que dejó su modelo de desarrollo natural de pueblo indígena y que ahora no encontraba el sustituto donde insertar la dinámica social, económica y de todo tipo ante el desamparo industrial. La vida mostraba su crueldad, muchas familias se separaron, los que no estudiaron o habían dejado sus formas de vida, sus oficios, sus tierras para comprar las plazas en el sindicato azufrero, ahora eran obreros desempleados, gente que trabajaba usando su fuerza para cargar todo tipo de objetos que la industria requería. Tanto ellos como la mano de obra calificada que también la industria había formado, ahora no encontraban alojo en la dinámica del dinero. Fueron miles los que salieron del pueblo, la diáspora jaltipaneca es enorme, hacia el norte en toda la frontera, los que la cruzaron, los que se fueron para abajo, a la zona turística del caribe. Hoy día no se ha recuperado la cantidad de habitantes que tenía Jáltipan en 1990.

Los que nos quedamos aquí enfrentamos la contaminación a cielo abierto de los pozos azufreros no clausurados,  una gran cantidad de azufre sólido tirado al aire libre que un día se incendió y causó estragos fuertes a la población huyendo en la madrugada del ácido sulfúrico que cayó en forma de nube sobre ella. Desempleo, contaminación, marginación, pobreza, corrupción y deshonestidad en el manejo de las arcas municipales, desintegración de la familia, delincuencia, inseguridad, enfermedades endémicas de los nuevos tiempos sumadas a la dinámica del vacío, de la pobreza, del desequilibrio… eso era lo que había quedado.

Había que enmendar la vida, el modelo había fallado.

*Dimas Cazarin, Manuel Uribe Cruz, revista Son del Sur No. 7, Centro de Documentación del Son Jarocho  http://www.loscojolites.com/revista-son-del-sur/

** Así son conocidos los jaltipanecos por la costumbre ancestral de comer chogosta, bolitas de tierra de un lodo especial que se ahúman y son parte de la tradición gastronómica del pueblo.