El instrumento teórico que más se ha utilizado para entender los cambios políticos sufridos en México en los años recientes y buscar las respuestas sobre el rumbo que puede tomar nuestro país en el futuro inmediato, es el paradigma de la transición a la democracia. Paradigma que ofrece grandes herramientas para entender el proceso de transformación política y la regresión que se observa hoy en nuestro modelo de competencia electoral, el funcionamiento del sistema de partidos y la propia calidad de nuestra vida democrática.

La definición del “punto de arranque” de nuestra transición a la democracia siempre ha sido un tema a debatir y desde luego el momento de terminación del mismo, o la convicción de algunos de que aún todo está por hacerse y que el final de la transición, al igual que el fin de las ideologías, no es más que un invento académico o discursivo.

Basta que el que opine pertenezca o simpatice con una formación política: los perredistas o morenistas o cualquiera proveniente de las formaciones de izquierda dirán que su inicio fue con el movimiento del 68 y se dinamizó a partir de 1988, mientras que los priistas dirán que arrancó con la reforma político-electoral de 1977, y los panistas asegurarán que su culminación se da con el triunfo de Vicente Fox en el 2000. Una vez más no podemos ponernos de acuerdo.  Aunque es claro que esos momentos forman parte de un todo o más bien de un ciclo que ha desembocado en un inevitable aunque contradictorio proceso de modernización social y política del país.

Para diversos analistas, la transición a la democracia se basó más en compromisos entre la élite para generar la estabilidad, que en resolver el atraso económico y la marginación. Se logró, con sus altibajos, sí, democratizar al régimen, pero el desarrollo social sigue siendo el gran pendiente.

Por ello en un país como el nuestro, donde campea la pobreza y las diferencias sociales, nuestra conquistada democracia vive permanentemente sujeta a grandes presiones.

A diferencias de otras transiciones que tomaron la vía del pacto, como en España, Brasil o Chile, o el camino de la ruptura, como en la ex Yugoslavia, el cambio político en México, a la vista de los hechos se ha venido quedando en el limbo.

El problema más complejo ha sido que en nuestro caso no se trató de sustituir solo a una persona, sino a un conjunto de reglas escritas y no escritas. Si en otras transiciones fue más fácil hacerlo porque bastaba el eclipsamiento de un caudillo, en nuestro país no hemos tenido un rumbo ni objetivos claros.

Nos ha faltado visión y liderazgo de largo plazo, tanto de los presidentes de la República como de la clase política mexicana para construir acuerdos. No se ha sabido qué cambiar ni cómo hacerlo. Ni se ha debilitado lo suficiente al autoritarismo, ni se ha fortalecido a los actores democráticos.

Si bien la transición se inicia cuando se rompen las expectativas de continuidad autoritaria, la consolidación llega a su término cuando se arraigan expectativas de continuidad democrática. Si la transición se lleva a cabo cuando se modifican las instituciones, se generan pactos entre las elites y se cambian las reglas para acceder al poder, la consolidación, en cambio, se produce fundamentalmente en el terreno de la sociedad y la cultura, de la producción de significados y la construcción de identidades, cuando los ciudadanos se reconocen como a sí mismos como tales y por lo tanto exigen el respeto de sus derechos. Cambio que, por lo visto en los años recientes, elección tras elección, continúa siendo una aspiración.

Lo que es un hecho es que las transiciones se inician y avanzan sin demócratas, pero la consolidación de la naturaleza del régimen, así como de sus componentes nuevos o renovados, requieren de demócratas y del impulso de la cultura democrática para consolidarse y durar. Es en ésta fase donde la voz de los ciudadanos y de los actores colectivos es irremplazable.

La viabilidad del futuro democrático de México depende en gran parte también de que los partidos políticos mexicanos sean maduros. Así como en política el Estado es un mal necesario, los partidos son el mal necesario de la democracia. De esta manera, es fundamental formular los ajustes necesarios para que estos sean funcionales para un país que está aún a la mitad entre el desarrollo y el subdesarrollo, entre el éxito y el fracaso.

Quizás será a partir de los pactos entre los partidos, las fuerzas sociales, los gobiernos locales y el federal, que pueda empezarse a construir un nuevo régimen donde el poder presidencial adquiera una dimensión institucional y al mismo tiempo mantenga la eficacia en la conducción del gobierno, donde los tres poderes de la Unión realmente permitan guardar equilibrios para que nadie pueda atropellar los intereses individuales y sociales.

Si la gobernabilidad en un sistema democrático descansa en el estado de derecho, es la legitimidad de la normatividad la que permite construir un orden de las libertades y articular las posiciones tan diversas que se desprenden del respeto de la pluralidad. Este problema se acentúa en México debido a que, por un lado, es un país multicultural, y por el otro, existe una muy pobre cultura de la legalidad.

La participación ciudadana, el fomento de una cultura política democrática que fomente los valores de la tolerancia, la legalidad y el respeto a la ley, la consolidación de partidos políticos institucionalmente fuertes y con posicionamientos claros, sin engrudos ideológicos, son y seguirán siendo un factor fundamental para el desarraigo de viejos vicios. En pocas palabras el cambio de las mentalidades de la comunidad política, de los actores, de las élites y de la ciudadanía es fundamental.

Porque no basta con una democracia consolidada si ésta es débil y con una escasa calidad; que disfrace las escasas posibilidades de contar con gobiernos verdaderamente comprometidos y engañe a aquellos ciudadanos que anhelan un México mejor.

La tarea de todas y todos consiste, pues, en construir una democracia con un alto contenido de responsabilidad entre gobernantes y gobernados; legalidad y respeto irrestricto a la ley; de rendición de cuentas; amplias posibilidades de ejercer la libertad; condiciones para la construcción de una sociedad con menos diferencias económicas y mayores oportunidades de mejorar su nivel de vida. Ojalá lo podamos hacer. Soñar no cuesta nada.

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