Desde siempre, cuando las cosas no andan bien, el régimen se ha dado a la tarea de construir villanos legendarios. De esta forma, se intenta desviar la atención sobre los graves problemas del país, sobre la rampante corrupción o la incapacidad manifiesta del gobierno; y construir de paso, un logro artificial de un gobierno débil. A veces hasta funciona.
En los años ochenta, durante el gobierno de Miguel de la Madrid, donde la corrupción había escalado a todos los niveles, hundiendo al país en una gran crisis social y económica, surgió la figura de Rafael Caro Quintero –el primer gran capo del narcotráfico- como el villano favorito.
Bueno, pues en ese vano afán de colgarse una medalla, el gobierno federal de entonces decidió exhibirlo como el peor cáncer del país y armó un carrusel de entrevistas para animar el enojo de los mexicanos. Pero cual iba a ser su sorpresa, que en medio de esa gran crisis económica, Caro Quintero resultó un bálsamo social que ofrecía pagar nuestra deuda externa. Era, además, un tipo carismático, con sentido común, que increíblemente se granjeó la simpatía y admiración de muchas personas. Todos querían ser como él, así que tuvo que salir de escena de manera inmediata.
Toda esta historia viene a cuento por la audiencia que ayer se celebró en Guatemala para dar a conocer la solicitud de extradición hecha por el gobierno mexicano para traerse de regreso al país a nuestro actual villano favorito: el ex gobernador veracruzano Javier Duarte.
Como nunca antes, ni siquiera como gobernador, Duarte tuvo una oportunidad de oro para poner los momios un poco en su favor, por difícil que resulte. Como lo hizo en aquéllos años Caro Quintero, la inteligencia lo pudo llevar a convencer al público que la contienda legal está arreglada y que lo hacen pelear con las manos atadas.
Pensemos, por ejemplo, que hubiera dicho que en efecto, durante su administración ocurrieron cualquier cantidad de pillerías, pero que él no podía estar al pendiente de cada peso del presupuesto –aunque las evidencias nos muestren que sí-; y que si sus colaboradores habrían incurrido en una responsabilidad, tendrían que responder por ella. Que esa era una tarea de la Procuraduría General de Justicia, de la Auditoría Superior de la Federación, del ORFIS o la Fiscalía del Estado y que estaría atento a las investigaciones.
Decir también que esperaba un proceso justo. Que el linchamiento mediático no abonaba a la verdad ni a la justicia, y que estaba en la mejor disposición de colaborar con las autoridades del gobierno federal, y que con ese propósito, había decidido allanarse a la solicitud de extradición del gobierno mexicano.
Y que si bien, en su momento había dicho que no huiría, lo hizo a sabiendas que al actual gobierno estatal no le interesaba ejercer un acto de justicia sino más bien de venganza política. Que en Veracruz no existían las condiciones para hacer una defensa legal de las acusaciones en su contra. Y para demostrarlo, se hubiera referido a la manera en que el gobernador habría retenido bienes aún sin ejercer el cargo o sin mediar proceso judicial alguno.
Pudo decir también que entiende la circunstancia política y de inseguridad que vive Veracruz y que el gobierno necesita de un elemento de legitimación, lo que explicaría la presencia en Guatemala del fiscal Winckler, en lugar de andar resolviendo los delicados casos del múltiple homicidio de una familia en Coatzacoalcos o del asesinato del comandante de la policía federal.
Insistir, por ejemplo, en que no hubo un linchamiento mediático en contra del entonces candidato a Gobernador, sino que se trató –como hoy sucede- de datos duros que fundaron denuncias en su contra, como recientemente se dio a conocer. Seguramente muy pocos le habrían creído sus dichos sobre su desempeño como gobernador, pero hubiera puesto en tela de duda las verdaderas motivaciones de los gobiernos federal y estatal para traerlo a casa y llevarlo a juicio.
Duarte tuvo muchas semanas para meditar, para preparar su audiencia, para calcular cada palabra, cada frase, cada expresión. Pero no lo hizo. ¿En verdad es tan pendejo?
Lo que Duarte sí hizo ayer fue exactamente lo contrario. Apareció risueño y despreocupado, con lo que revivió el enojo y la indignación de la raza jarocha y le ahorró la tarea al Gobernador Yunes de exhibirlo una vez más como un tipo cínico y falto de escrúpulos.
Acusar además al fiscal Winckler –a quien en este mismo espacio se ha señalado de inexperto y frívolo- por haber viajado a Guatemala en un asunto oficial, con recursos públicos, es de un descaro extremo. ¿Ya olvidó lo que hacían él y su pandilla con el parque aéreo del gobierno?
De nada le han servido estas semanas en la cárcel, más que para confirmar que es un pobre diablo; no sólo mantiene intacta su soberbia y su regordeta figura, sino que su percepción de la realidad, de su realidad, es la misma de siempre: es una víctima política de Yunes ¿En qué ha ocupado el tiempo en prisión entonces? Sigue siendo el peor enemigo de sí mismo.
No hay mucho que decir del futuro que le espera a Duarte. En tanto el gobierno federal y el de Veracruz se lo peleen como trofeo de sus falaces argumentos de anticorrupción, lo que suceda con él dependerá del presidente de la República. Hay que recordar que siempre prevalecen los delitos más graves, y en ese caso, los del orden federal lo son.
El destino de Duarte entonces depende más del Presidente Peña Nieto y muy poco de los jueces. Es por eso que está de regreso.
Las del estribo…
- Mientras el fiscal del Estado andaba diligenciando en Guatemala, Leonel Bustos ya libró la prisión con un pago de 5 mil pesos de fianza. Lo acusan de haber desviado 2 mil 300 millones. Es el primero que se va, y tras de él, podrían seguir algunos más. Al interior de la propia Fiscalía sabían que muchos expedientes están prendidos de alfileres. Ya se les cayó el primero.
- Dicen los diputados Sergio Hernández y María Elisa Manterola que no es necesaria la comparecencia del secretario de Seguridad Pública ante el Congreso porque eso no soluciona la inseguridad. Está visto que su permanencia en el cargo tampoco.