Oratio
«El cielo no es un lugar…si no un estado del corazón »
Lo escuché en una iglesia católica de un pueblo cercano, estaba leyendo una mujer de voz joven que no se veía,con voz suave y melodiosa. En la nave de la iglesia había, no más de 43 personas,distribuidas en el recinto, vestidas de negro. Yo entre acompañado de amor, y ella me dijo;estamos «pecando», y el cielo se hizo ahí, frente a San Lucas y San Mateo. Cristo no nos miraba, porque miraba hacia arriba con la frente vendada. A la izquierda otro Cristo crucificado, se le veían sus brazos cansados, quizá de tanto tiempo de estar así,colgado, y pensé que nosotros nos crucificamos cuando retenemos el amor, el amor que el todopoderoso (así decía en el dintel del altar mayor: el todopoderoso ) nos predica. Amor se arrodilló y quiso quedarse así, escuchando la melodiosa letanía de aquella voz de la mujer joven, que no se veía, y entonces ella, era luz y resplandecía amor, y me dijo…te quiero.
De Ficción,Surrealismo y Realidades
Lo pude haber platicado con Froylán o con José Rodríguez, incluso con Jorge Luis Borges. Pero con él, el tiempo nos separa, el tiempo y la distancia. Para reencontrarnos, les leo, en la búsqueda escabrosa de encontrarnos con nosotros mismos.
Los espejos tienen algo de monstruoso, porque también se nos va reflejando el tiempo en ellos, y en ellos nos vamos conociendo, vamos siendo cómo somos,y cómo fuimos, de cómo el tiempo nos va devastando. A través de los espejos nos conocemos. Qué otra forma habría para mirarnos ? Quizá si no nos conociéramos,seríamos diferentes, incluso para nosotros. Porque cuando nos miramos en los espejos,se busca afanosamente cambiar rasgos o aspectos, y ello nos aleja de nuestra realidad, y ya no somos más que el reflejo de otros,que no somos nosotros. Y, entonces nos desconocemos así mismos, porque la esencia de lo que éramos,la hemos extraviado, y buscamos encontrarnos. Cada vez que hay un espejo, intentamos vernos, para confirmar que somos, de que aún estamos y que nos reflejamos, de cómo la vida nos ha ido haciendo. La monstruosidad consiste en la realidad, de esa irrealidad existencialista, que nos trastoca y nos confunde, de no ser lo que somos, y que lo advertimos en los espejos, al confirmarnos que nos hemos transformado.
Momentos estelares de la humanidad
De la obra de Estefan Zweig. En el mes de febrero de 1822 , Goethe (Johann Wolfgang von Goethe,poeta,novelista,dramaturgo,científico alemán. Fráncfort 1749- Weimar 1832) estuvo gravemente enfermo,una violenta fiebre debilitó su cuerpo y durante largas horas perdió la conciencia del mundo y de sí mismo. Los médicos estaban desconcertados.De pronto la enfermedad desapareció. En junio,Goethe,totalmente repuesto,se trasladaba a Marienbad (Baños de María, Praga). Parecía que aquella enfermedad no había sido más que el síntoma de un rejuvenecimiento interior. El hombre que se había ido endureciendo, el poeta que se había ido transformando lentamente en un erudito,vuelve a escuchar la voz que no escuchaba desde hacía años, la voz del sentimiento. Con ansia sigue a la juventud y sus compañeros,sorprendidos,ven como aquel anciano septuagenario pasa las noches galanteando con las damas, toma parte en los bailes. Aquel ser rígido se ha fundido por arte de magia en un verano y su alma rejuvenecida se siente envuelta en el eterno hechizo. Se siente inspirado al lado de las mujeres y renacen las breves poesías, los juegos de palabras. Fluctúa entre las mujeres, no sabe a cuál elegir;su rejuvenecido corazón se siente inspirado,por aquella muchacha de diecinueve años, Ulrika von Levetzow. Y el cariño se convierte en pasión, en una pasión que,como una enfermedad,se apodera de todo su ser, sumiéndose en el volcán de la vida sentimental, cosa que no le había ocurrido hacía muchos años. El anciano delira, apenas oye la juvenil voz,abandona su trabajo y,sin sombrero y sin bastón,corre al encuentro de la muchacha. Después de haber pedido consejo a su médico, Goethe confiesa su pasión al más anciano de sus camaradas,y le ruega que solicite en su nombre, a la señora Levetzow, la mano de su hija Ulrika. Y su camarada,sonriendo,sintiendo tal vez la punzada de la envidia hacia aquel hombre que Alemania y Europa veneran como a un sabio, como al espíritu más profundo y diáfano del siglo,el camarada el Gran Duque,adorna su pecho con todas sus cruces y estrellas y va a pedir a una madre la mano de una hija de diecinueve años para un anciano de setenta y cuatro. Los términos de la respuesta no se conocen con exactitud;parece que fue ambigua y dilatoria. El pretendiente se quedo sumido en la incertidumbre. Besos fugitivos, palabras cariñosas, y el fuego interior crecía, le abrasaba,le arrastraba hacia la juventud que se le aparecía bajo una forma tan bella. El 5 de septiembre de 1823 en una mañana envuelta por los primeros fríos otoñales, el viento azotaba con violencia los rastrojos y el cielo se extendía límpido hasta las lejanías del horizonte. Goethe viajaba en una silla de posta acompañado de tres hombres, ninguno de ellos se atreve a romper el silencio que reina desde la salida de Carlsbad,en donde unas jovencitas despidieron a los viajeros con saludos y besos. Y el anciano permanece desde entonces inmóvil, con los labios apretados, pero su mirada pensativa y ensimismada revela su actividad interior, Goethe baja una y otra vez en cada estación, y escribe y vuelve a escribir. Al llegar al término del viaje,a Weimar, la obra está ya terminada, es nada menos que «La Elegía de Marienbad» , la creación más significativa, más íntimamente personal. Y ningunas de las páginas de su «Diario de la vida interior» es tan significativa,tan clara en su origen y en su gestación, como ese documento íntimo que constituye una trágica interrogación y un trágico documento de su vida interior.