Quienes dan por hecho que a Javier Duarte lo alcanzó la desgracia política están equivocados. El ex gobernador de Veracruz, a pesar de su inexperiencia y efímera carrera, supo granjearse la amistad y la complicidad de los principales actores políticos del país, los de peso completo. No sólo el presidente Peña lo tenía en sus afectos; logró que personajes como José Murat, Enrique Jackson o Beatriz Paredes comieran generosamente de su mano, aunque fuera a cuenta del peculio jarocho.
Duarte era el más notable representante de una nueva clase política; una generación que el propio presidente presumía. En ello cimentó su confianza en que la justicia no llegaría hasta él, aunque hoy todos andan de pelada o son viajeros frecuentes de juzgados y tribunales. Se equivocó como también se han equivocado quienes pensaron que sus vínculos estaban rotos.
Si nos remitimos a los últimos acontecimientos, no hay duda que Javier Duarte sigue siendo un hombre muy poderoso. Acaso su principal debilidad es precisamente él mismo, su cegadora soberbia y la egolatría que cultivaron sus caros amanuenses.
Tras perder la candidatura al gobierno de Veracruz frente a Héctor Yunes –en medio de una adelantada sucesión presidencial-, la clase política local asumió erróneamente que la fuerza de Duarte menguaba. No fue así. Sus nexos con el altiplano estaban intactos, tanto que desde allá vino la orden de que el candidato priista cambiara el discurso crítico a su administración y a sus colaboradores, lo que definió el rumbo de la elección. Fue un tiro en el pie.
Hasta entonces, protegido y cobijado, Duarte tuvo la libertad de decidir la lista de diputados plurinominales, de impulsar candidatos en la mayoría de los distritos, y de operar la elección en varios frentes, alejado del PRI, y jugando su propio interés político. Se ufanaba que haría ganar a Héctor, aún en contra de su propia voluntad.
Pero vino la derrota del 5 de junio y las circunstancias políticas cambiaron dramáticamente. No así la cercanía que había mantenido con los Pinos y los miembros más importantes del gabinete. Yunes Linares inició la persecución y el margen de maniobra se redujo a cero, precipitando su licencia al cargo.
Nuevamente se pensó que estaba derrotado. No fue así. El Presidente aceptó su propuesta para designar a Flavino Ríos como interino y mantener, en la medida de lo posible, las cosas en la misma ruta. Armaron una salida decorosa, con espacios noticiosos a nivel nacional donde el dijera su verdad. Y después, no tuvo ningún problema para iniciar un cómodo periplo como prófugo de la justicia.
Y así, cuando muchos lo daban por muerto –literalmente-, resulta que andaba de parranda en una especie de Cancún guatemalteco. Duarte, el poderoso Javier Duarte, tuvo la libertad de decidir la fecha, el lugar y la circunstancia en que sería aprehendido. La propia Fiscal General de aquél país confirmó que sabían de su paradero, pero que no había sido detenido porque las autoridades mexicanas no lo habían solicitado.
Si el gobierno federal quería dar un golpe convincente, pudo haber entramado una persecución, con informantes anónimos, donde se entregara la recompensa ofrecida y se encontrara a Duarte en la sierra de Guatemala, huyendo como un vulgar delincuente, solo y desprovisto de lo más elemental, como sucedió al matrimonio de los Abarca y su encierro en Iztapalapa.
Pero no, resulta que la detención fue al estilo Javier Duarte: rentó un avión carísimo para que su familia lo acompañara en un lujoso resort vacacional, que disfrutaran del último tiempo libre donde él explicara lo que habría de pasar, recibiendo un trato de verdadero delincuente internacional, de un personaje muy importante que debía ser tratado con dignidad y respeto.
Tal vez por eso la risa –aunque muchos la tachen de un síntoma de nerviosismo cercano a la locura-, la confianza, la seguridad en que gracias a sus nexos inquebrantables, su sacrificio sería de la manera más digna para él y más conveniente para el sistema. Su familia estaría a salvo, como hasta ahora ha sucedido.
El tercer ejemplo de su influencia es el actual proceso electoral –y seguramente lo será el año entrante-. Tirios y troyanos asumen que cualquier vínculo de sus contrincantes con Javier Duarte podría inclinar la balanza a su favor. Unos y otros, al más alto nivel como sucede en el estado de México, difunden profusamente imágenes en compañía del ex mandatario veracruzano con el único propósito de sacar raja electoral. ¿De verdad es tanta la fuerza política de Javier Duarte que es capaz de decidir una elección como la del estado de México?
Hasta López Obrador ha salido ya a desmarcarse de Duarte. A curarse en salud por aquello de que vayan a decir algo que, cierto o no, venga a manchar el tornasolado pelaje del peje.
Y lo mismo pasa en la aldea en esta elección municipal. Luego de que miles de políticos presumían imágenes con Duarte –sobre todo en aquéllas donde aparecían en la fiesta, tratando de demostrar cercanía de la buena- hoy esas fotografías se han convertido en una especie de peste bubónica que corre por las redes como por las venas. Asumen que la afinidad duartista es suficiente para descarrilar cualquier candidatura.
Pero como dice el filósofo de la Mixtequilla: en política, la complicidad pesa más que la lealtad. Al parecer, Duarte cultivó las dos con las personas idóneas. Hoy, en medio de su desgracia, ha tenido canonjías y privilegios que ningún otro político en su situación. Ser poderoso no es un halago, es sólo una condición.
Las del estribo…
- La promesa de la PGR y del gobernador Yunes de que Duarte y sus secuaces devolverán lo robado no es más que una tomadura de pelo. No ha pasado con ningún ex gobernador preso; vaya, ni con Raúl Salinas, a quien incluso le devolvieron su lana completita. Se aceptan apuestas.
- Dice el TSJE que no hay solicitud de orden de aprehensión contra Karime Macías. ¿El pacto también incluye a la aldea?